En el bosque, solo se escuchaban los grillos y el murmullo lejano del río. Las cabañas estaban iluminadas tenuemente, y desde la habitación donde Vecka descansaba, se podía ver la tenue neblina que cubría el valle. Era su tercera noche allí, y pese a la amabilidad de Polaris, la sensación de encierro comenzaba a pesarle en el pecho como una piedra.
Durante el día, la joven loba había sido su única compañía constante. Polaris era alegre, vivaz, de esas personas que parecían capaces de llenar el aire con luz, pero por las noches, cuando la oscuridad envolvía el bosque y el silencio de la cabaña se volvía abrumador, la mente de Vecka se llenaba de imágenes de Kian. De su sonrisa, de su voz diciéndole que todo iría bien, de las promesas que había hecho antes de ese viaje. Y ahora, tan lejos de todo lo que conocía, esas promesas se sentían como un eco imposible de alcanzar.
Esa noche se había acostado temprano, aunque no podía dormir. Daba vueltas entre las sábanas suaves y frías, observ