Vecka se había levantado temprano aquella mañana, sin apenas dormir. La noche anterior había sido una mezcla de silencios, miradas que no se encontraron y lágrimas que no se atrevieron a caer. Polaris la ayudó a empacar, con movimientos lentos, casi temerosos. Nadie quería mencionar la palabra adiós, pero las dos sabían que el momento llegaría pronto.

Polaris, con su melena negra cayendo en ondas sobre los hombros, respiraba con dificultad mientras doblaba la última prenda. Vecka, sentada en la cama, la observaba con una mezcla de gratitud y pena. En apenas tres días, aquella loba de voz serena y ojos azules se había convertido en su refugio, en una presencia que calmaba el miedo a lo desconocido.

Xylos no había aparecido desde la noche anterior. El silencio que dejó a su paso era tan pesado que ninguna de las dos se atrevía a romperlo. Cuando por fin lo hizo, Polaris no se contuvo.

—¿Así que vas a dejarla ir? —preguntó con un tono cargado de incredulidad, los ojos húmedos de furia