Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche cayó sobre la finca Thorsten no como una manta, sino como una jaula.
Seraphina estaba de pie junto al ventanal del dormitorio, su cuerpo vibrando con una energía cinética que hacía que sus dientes castañetearan. Afuera, la luna llena se alzaba sobre la línea de árboles, un ojo blanco y ciego que la llamaba. No era una llamada poética. Era una orden biológica, un tirón en sus entrañas tan violento que sentía náuseas. —Va a doler —dijo Ronan detrás de ella. Él estaba preparándose. Se había desnudado por completo, sin pudor, su cuerpo magnífico bañado en plata lunar. Estaba tranquilo, pero sus ojos dorados la seguían con una vigilancia depredadora. Había cerrado la mansión. Había enviado a los sirvientes al sótano. Esta noche era solo para ellos. —No me importa el dolor —mintió Seraphina, aunque sus manos temblaban al agarrar el marco de la ventana. —Debería importarte. —Ronan se acercó, su calor corporal envolviéndola desde atrás. Sus manos desnudas se posaron en sus caderas, y él apoyó la barbilla en su hombro—. La primera vez es... romper y rehacer. Tus huesos humanos no quieren cambiar. Tienen que ser obligados. Antes de que ella pudiera responder, la luz de la luna tocó su piel. El grito se le quedó atascado en la garganta. No fue dolor. Fue destrucción. Seraphina cayó al suelo, sus rodillas golpeando la alfombra con un ruido sordo. Sintió como si alguien hubiera vertido plomo fundido en su columna vertebral. Su espalda se arqueó en un ángulo imposible, y oyó el sonido húmedo y crujiente de sus vértebras reacomodándose. —¡Ronan! —gritó, arañando la alfombra, sus uñas convirtiéndose en garras negras que rasgaron la lana. —Estoy aquí. Estoy contigo. Ronan cayó a su lado. No la tocó para detenerlo, no podía. Tenía que suceder. El dolor la consumió. Su mandíbula se desencajó con un chasquido que resonó en la habitación silenciosa. Sus hombros se rompieron y se ensancharon. Su piel se sentía demasiado apretada, estirándose hasta el límite mientras el pelaje comenzaba a brotar, una comezón ardiente que la volvía loca. Era una violación de su forma humana, una reescritura brutal de su biología. Seraphina gimió, un sonido que comenzó como humano y terminó como un aullido animal. El mundo se volvió rojo y borroso. Y entonces, sintió algo suave y firme contra su costado. Algo grande. Abrió los ojos, su visión ahora nítida, teñida de ámbar. Un lobo gigantesco estaba a su lado. Era una bestia de pesadilla y majestuosidad, con un pelaje negro como el vacío entre las estrellas y ojos de oro líquido. Era Ronan. Su Alpha. El lobo negro empujó su hocico húmedo contra el cuello de ella, un gesto de consuelo primitivo. Emitió un ronroneo bajo, una vibración que resonó en el pecho de Seraphina, anclándola a través de la agonía. «No estás sola», decía el sonido. «Cede. Déjalo ir» Seraphina dejó de luchar. Se rindió al lobo. El último hueso crujió, y la humana desapareció. En su lugar, se puso de pie una loba. No era tan grande como Ronan, pero era ágil y letal. Su pelaje era de un cobrizo oscuro, casi caoba, con matices de fuego bajo la luz de la luna. Se sentía... increíble. El dolor desapareció instantáneamente, reemplazado por una potencia embriagadora. Ronan le dio un empujoncito con el hocico, invitándola. Se dirigió a las puertas del balcón, que ya estaban abiertas, y saltó hacia la noche. Seraphina lo siguió. El salto desde el segundo piso fue nada. Aterrizó en la hierba húmeda con una gracia silenciosa, sus patas absorbiendo el impacto. El mundo explotó en sus sentidos. Podía oler a un conejo a un kilómetro de distancia. Podía oír la savia corriendo por los árboles. Ronan aulló. Un sonido largo, melancólico y poderoso que reclamaba la noche y el bosque. Seraphina unió su voz a la de él. Su primer aullido. Fue una liberación, una canción de renacimiento que borró años de enfermedad y debilidad humana. Corrieron. Fue la experiencia más gratificante de su vida. Correr hombro con hombro con él, dos sombras veloces cortando el viento. No había asma. No había cansancio. Solo velocidad pura, músculos potentes devorando la tierra. Se sentía como una diosa. Ronan la guiaba, pero no la esperaba; ella era rápida, mantenía su ritmo, y él la miraba de reojo con un brillo de orgullo salvaje en sus ojos dorados. Cazaron el viento, jugaron entre los árboles antiguos, mordiéndose los corvejones en un juego de seducción animal. Por primera vez, eran verdaderamente iguales. Compañeros. Llegaron a un claro en el límite norte de la propiedad, jadeando, llenos de euforia. Ronan se acercó a ella, lamiendo su hocico con afecto, y ella apoyó la cabeza en su lomo masivo. El crujido de una rama rompió el momento. El olor a intrusos golpeó a Seraphina. No eran enemigos. Eran lobos. Olor a manada. De las sombras del bosque emergieron cinco lobos. Eran grandes, grises y marrones, patrulleros de la guardia de Ronan. Ronan se irguió, su postura emanando autoridad absoluta. Esperaba sumisión. Esperaba que bajaran la cabeza y mostraran el cuello ante su Alpha y su nueva compañera. Pero los lobos no se movieron. Se quedaron allí, rígidos, con el pelaje del lomo erizado. Sus ojos no miraban a Ronan con respeto. Miraban a Seraphina. Y en sus miradas no había aceptación. Había repulsión. Uno de los lobos, un macho gris grande con una cicatriz en la oreja, dio un paso adelante. No bajó la cabeza. En su lugar, curvó el labio superior. Un gruñido bajo, inconfundible y desafiante, salió de su garganta, dirigido directamente a la loba cobriza. Ronan se congeló, su euforia convirtiéndose instantáneamente en una furia asesina. Se interpuso entre Seraphina y la patrulla, su propio gruñido sacudiendo el suelo, exigiendo obediencia. «¡Es mi compañera! ¡Inclínense!» Pero el lobo gris no retrocedió. Gruñó de nuevo, más fuerte, y los otros cuatro se unieron a él, un coro de rechazo gutural. No la reconocían. Para ellos, ella no era su Luna. Era una abominación impura que había contaminado a su líder. Y en el bosque oscuro, bajo la luna llena, la manada le estaba enseñando los dientes a su reina.






