28 | Hambre primitivo

El hambre no era un rugido en su estómago, era una garra vacía que le raspaba la columna vertebral desde adentro.

Seraphina estaba sentada en el centro de la cama deshecha, con las sábanas de seda enredadas alrededor de su cintura. Su cuerpo se sentía extraño, demasiado ligero y al mismo tiempo cargado con una densidad muscular nueva. Pero lo que dominaba su existencia en ese momento era el vacío. Un abismo negro y voraz que gritaba por ser llenado.

Ronan entró en la habitación.

El simple sonido de la puerta abriéndose la hizo girar la cabeza con una velocidad depredadora. Sus fosas nasales se ensancharon, captando el aroma antes de que sus ojos lo vieran. No olía a Ronan —pino y tormenta—, olía a lo que traía.

Sangre. Carne. Calor.

Él llevaba una bandeja de plata. Sobre ella, había un plato de porcelana fina con un filete grueso, apenas sellado por fuera, rezumando jugos rojos y oscuros. Junto a él, había pan, frutas y agua.

La boca de Seraphina se llenó de saliva al instante, una reacción tan violenta que le dolió la mandíbula.

Ronan dejó la bandeja en la mesita de noche y se sentó junto a ella. Su presencia era un muro de calor reconfortante, pero Seraphina apenas podía concentrarse en él. Sus ojos, el verde y el dorado, estaban clavados en la carne.

—Come —dijo él, su voz suave, pero cargada de una tensión vigilante.

Seraphina no usó los cubiertos de plata. Su mano se disparó hacia el plato, ignorando el pan y la fruta. Sus dedos agarraron la carne tibia. La textura era blanda, húmeda. Su mente humana gritó «¡Modales!» pero su instinto animal no fué lo suficientemente fuerte como para resistirse.

Se llevó la carne a la boca y mordió.

El sabor a hierro y sal estalló en su lengua, exquisito y abrumador. Gimió, un sonido bajo y gutural que no reconoció como suyo, y devoró el trozo. No masticó lo suficiente, engulló.

Ronan la observaba, fascinado y oscuro. No había repulsión en su rostro al verla comer con las manos, con los jugos manchando sus labios y su barbilla. Había una satisfacción primaria, una adoración salvaje.

Él extendió la mano y, con su pulgar, limpió una gota de sangre de la comisura de sus labios.

—Despacio, amor —murmuró, su voz ronca.

Llevó su pulgar a su propia boca y lo lamió, probándola. El gesto fue tan íntimo, tan cargado de una sexualidad latente y oscura, que Seraphina se detuvo, con el trozo de carne a medio camino. Sus ojos bicolores se encontraron con los de él. El ámbar en la mirada de Ronan ardía.

—Necesitas fuerza —dijo él, tomando el resto del filete de las manos de ella. Lo partió en trozos más pequeños con sus propios dedos, ignorando el cuchillo, y se lo llevó a los labios de ella.

Ella comió de su mano. Sus labios rozaron la piel callosa de sus dedos, sintiendo el pulso fuerte de él bajo la superficie. Era una comunión. Él era el proveedor. Ella, la loba hambrienta que él había traído a la vida. La escena era doméstica en su configuración, pero salvaje en su esencia.

Cuando terminó, el vacío en su estómago se calmó, reemplazado por una letargia pesada y satisfecha. Ronan tomó un paño húmedo y le limpió las manos y la cara con una delicadeza que contrastaba con la violencia de su cuerpo.

—Mejor —susurró él, besando su frente.

El momento de paz se rompió como un espejo caído.

La puerta de la habitación se abrió sin llamar.

El olor cambió instantáneamente. El aroma cálido de la carne y el bosque fue cortado por un olor a hielo antiguo, a polvo de mausoleo y a desprecio.

Lord Marcus Thorsten entró, seguido por dos guardias de élite.

Ronan se puso de pie en un movimiento fluido, interponiéndose entre Seraphina y su padre. El gruñido que salió de su pecho fue automático, una advertencia de bajo registro.

—Nadie te dio permiso para entrar —dijo Ronan, su voz fría como el acero.

Marcus ignoró a su hijo. Sus ojos, pozos de agua estancada, se clavaron en Seraphina, que se había encogido contra la cabecera, subiéndose las sábanas hasta el cuello.

—Vine a ver si tenía que ordenar un funeral o una ejecución —dijo Marcus, caminando hacia la cama con paso imperioso.

Se detuvo a un metro de distancia, examinándola como quien examina un caballo cojo. Sus ojos se detuvieron en el rostro de ella. En la heterocromía.

Una mueca de asco absoluto curvó sus labios finos.

—Mírala —escupió Marcus—. Un ojo de cada color. La marca de la impureza. Es una abominación, Ronan.

—Está viva —replicó Ronan, sus puños cerrados a los costados—. Sobrevivió a la mordida. La manada la aceptará.

—¿Aceptarla? —Marcus se rió, un sonido seco—. Es un monstruo mestizo. Una humana corrupta jugando a ser lobo. Nunca será una de nosotros. Su vientre estará seco, su sangre estará sucia. Has traído una plaga a nuestra casa.

Cada palabra de Marcus era un latigazo.

Abominación. Mestiza. Sucia.

Seraphina sintió que el calor volvía a su pecho, pero no era el calor del vínculo. Era lava. Una ira roja y cegadora que nacía en la boca de su estómago. ¿Cómo se atrevía? Ella había sobrevivido al infierno. Había salvado a Ronan. Había sacrificado todo.

Marcus dio un paso más, invadiendo el espacio protegido por Ronan, inclinándose para mirar a Seraphina más de cerca con desprecio.

—Deberíamos sacrificarla ahora antes de que avergüence al linaje...

La lava explotó.

Seraphina no pensó. No decidió moverse.

Su mano derecha se disparó hacia adelante, golpeando el colchón en un espasmo de furia pura.

Se oyó un sonido fuerte, como tela gruesa rasgándose violentamente.

El silencio cayó en la habitación.

Marcus retrocedió un paso, sorprendido por el ruido. Ronan se giró bruscamente.

Todos miraron la mano de Seraphina.

Sus dedos estaban curvados, clavados profundamente en el colchón. Pero no eran dedos humanos normales.

De las puntas de sus dedos, atravesando la piel perfecta, habían brotado cinco garras. Negras, curvas, afiladas como cuchillas de obsidiana y de tres centímetros de largo. Habían atravesado las sábanas de seda, el edredón de plumas y se habían hundido en el colchón, destrozando el tejido con una facilidad aterradora.

Seraphina miró su propia mano, su respiración agitada, su ojo dorado brillando con una luz salvaje. No sentía miedo. Sentía poder.

Levantó la vista hacia Marcus, y por primera vez, el Lord del Hielo dio un paso atrás, una sombra de duda cruzando su rostro arrogante al ver que la "mascota humana" tenía garras capaces de arrancarle la garganta.

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