Mundo de ficçãoIniciar sessãoLa puerta se cerró, y con ella, el oxígeno de la habitación pareció evaporarse.
Ronan no se había ido por voluntad propia. Había sido una extracción forzosa, una marea de obligaciones militares y órdenes rugidas por su padre que lo habían arrastrado fuera de la órbita de Seraphina. Su última mirada, un destello de oro torturado antes de que la madera de roble bloqueara su visión, había sido una promesa muda. Volveré. Pero Lord Marcus había sido claro. «Elige. Tu manada o la humana» Seraphina se quedó de pie en medio de la inmensa habitación, temblando no de frío, sino de una certeza helada. Iban a matarla. Al amanecer, sería un cadáver en el bosque o un juguete roto en manos de Gabriel. El miedo, agudo y visceral, le arañó la garganta. Pero no era miedo por su propia piel. —Hunter —susurró al vacío. Si ella moría, el "pago" se cancelaba. Si ella era entregada a Gabriel, Hunter sería desechado. Ronan estaría ocupado en una guerra, Isabelle se aseguraría de que nadie recordara al niño enfermo en el ala médica. Él moriría solo, asustado, preguntándose por qué su hermana nunca volvió. Esa imagen, más que cualquier amenaza de muerte, la galvanizó. Corrió hacia la puerta y golpeó la madera con los puños. —¡Abran! —gritó—. ¡Por favor! —Aléjese de la puerta, señorita —la voz vino del otro lado, firme pero no cruel. Era Caleb. El Beta. El hombre que había llevado a Hunter a la seguridad. —¡Caleb! —Seraphina pegó la frente a la puerta—. ¡Caleb, escúchame! Sé lo que va a pasar. Sé lo que Marcus ordenó. Hubo un silencio al otro lado. —Son órdenes del Alpha Supremo, señorita. No puedo hacer nada. —No te pido que me dejes ir —suplicó ella, las lágrimas quemando sus ojos—. No voy a escapar. Sé que no puedo. Solo... solo te pido una cosa. Déjame ver a mi hermano. El silencio se estiró, pesado. —Por favor, Caleb —continuó, su voz rompiéndose—. Si mañana... si mañana ya no estoy aquí... él se quedará solo. Necesito decirle adiós. Necesito decirle que sea valiente. Es solo un niño. Oyó un suspiro al otro lado, el sonido de una bota raspando el suelo de piedra. Caleb era un soldado, pero no era un sádico como Isabelle. Había visto al niño. Había visto la desesperación de Seraphina. —Cinco minutos —dijo la voz de Caleb, baja y apresurada—. Si alguien pregunta, te estoy trasladando a una celda de seguridad. El cerrojo giró. Seraphina abrió la puerta antes de que él terminara. Caleb estaba allí, con el rostro tenso, flanqueado por otro guardia que parecía nervioso. El pasillo estaba en caos; a lo lejos se oían gritos, órdenes ladradas y el sonido de botas corriendo. La mansión se estaba preparando para la guerra. —Rápido —ordenó Caleb, agarrándola del brazo. No fué brusco, pero su agarre era una advertencia. Caminaron rápido, casi corriendo, a través de los pasillos laberínticos. El aire olía a tensión, a miedo y a lobo. Seraphina mantenía la cabeza gacha, rezando para no cruzarse con Marcus. Solo quería ver el pecho de Hunter subir y bajar una vez más. Solo quería besar su frente. Llegaron al ala médica. El silencio aquí era antinatural comparado con el caos del resto de la casa. El olor a antiséptico golpeó a Seraphina, un aroma que antes le había dado esperanza y ahora le revolvía el estómago. Se detuvieron frente a la puerta de la habitación de Hunter. —Cinco minutos —repitió Caleb, soltándola y poniéndose de guardia frente al pasillo—. Ni uno más. Seraphina asintió, con el corazón en la garganta, y empujó la puerta. —Hunter, soy yo, tu hermana... Las palabras murieron en sus labios. Se detuvo en el umbral, su mente incapaz de procesar la imagen frente a ella. La habitación estaba en silencio. No había el pitido rítmico del monitor cardíaco. No había el siseo suave de la máquina de oxígeno. La cama estaba vacía. Las sábanas blancas estaban perfectamente estiradas, inmaculadas, como si nadie hubiera dormido allí jamás. Los monitores estaban apagados, pantallas negras que reflejaban su propio rostro horrorizado. El soporte del suero estaba desnudo. Hunter no estaba. —¿Dónde...? —El pánico estalló en su pecho, una granada detonada—. ¡Caleb! ¡No está! Dio un paso hacia adentro, girando sobre sí misma, buscando alguna señal, alguna nota, algo. —Buscabas a tu hermano, ¿querida? La voz vino desde la esquina en sombras de la habitación, junto a la ventana cerrada. Seraphina se giró de golpe. Isabelle se desprendió de la penumbra. Ya no llevaba el vestido de gala. Vestía ropa táctica negra, ajustada como una segunda piel, y una sonrisa que helaba la sangre. —¿Dónde está? —exigió Seraphina, el miedo convirtiéndose en una ferocidad de madre leona—. ¿Qué le has hecho? Isabelle caminó lentamente hacia la cama vacía, pasando una mano enguantada por las sábanas almidonadas. —Lord Marcus es un hombre pragmático —dijo suavemente—. Entendió que mientras tu "mascota" estuviera aquí, tú tendrías esperanza. Y la esperanza te hace difícil de manejar. Isabelle levantó la vista, sus ojos azules brillando con malicia pura. —Lo ha reubicado. Lejos de aquí. Donde nadie, especialmente Ronan, pueda encontrarlo. —¡Devuélvemelo! —gritó Seraphina, lanzándose hacia ella. Isabelle ni siquiera parpadeó. Con un movimiento borroso, sacó una mano y agarró a Seraphina por el cuello, levantándola del suelo y estrellándola contra la pared más cercana. Seraphina jadeó, sus pies colgando, sus manos arañando inútilmente el brazo de la loba. —Tú no estás en posición de exigir nada —susurró Isabelle, acercando su rostro al de ella—. Lord Marcus me ha dado permiso para prepararte. Eres el regalo de paz para Gabriel, ¿recuerdas? Con su otra mano, Isabelle sacó una jeringa de su cinturón. El líquido en su interior brillaba con un tono plateado y letal. —Y a los regalos se los envuelve para que no den problemas.






