22 | Deberás elegir

Ronan abrió la puerta.

No fue una invitación. Fue la retirada de una barricada.

En el umbral no había monstruos, ni bestias con colmillos desnudos. Había un hombre. Un hombre anciano, vestido con un traje gris de corte impecable que costaba más que la vida entera de Seraphina. Su cabello era plateado, peinado hacia atrás con una severidad militar, y su postura era una columna de hierro.

Lord Marcus Thorsten. El padre del Alpha.

Seraphina sintió que el aire de la habitación bajaba diez grados. Si Ronan era una tormenta eléctrica, impredecible y violenta, su padre era un glaciar. Antiguo, inamovible y absolutamente despiadado.

Tenía los mismos rasgos aristocráticos que su hijo. La mandíbula fuerte, la nariz recta. Pero donde los ojos de Ronan ardían con fuego o acero, los de Marcus eran dos pozos de agua helada.

Isabelle estaba detrás de él, flanqueada por cuatro guardias con uniformes de élite. Su sonrisa era pequeña, contenida, la sonrisa de quien sabe que ha ganado la guerra antes de disparar la primera bala.

Marcus no miró a su hijo. No miró su pecho desnudo ni las cicatrices de batalla recientes.

Entró en la habitación, sus pasos resonando con autoridad sobre la madera. Sus ojos fríos barrieron el espacio, ignorando el lujo, ignorando el caos de la puerta rota, hasta detenerse en la cama.

Hasta detenerse en Seraphina.

Ella se encogió contra la cabecera, subiéndose las sábanas de seda hasta la barbilla, sintiéndose sucia bajo esa inspección clínica. Marcus la miró como quien mira una mancha de moho en una pared inmaculada. Con un desagrado profundo y visceral.

—Has perdido el juicio —dijo Marcus. Su voz no era un rugido, era suave, culta y aterradora—. Traes a una humana a tu nido, a la cama del Alpha, en la víspera de tu unión.

Se giró lentamente hacia Ronan, que había cerrado los puños a los costados, los tendones de sus brazos marcados como cables de acero.

—Es una abominación, Ronan. Una mancha en nuestro linaje.

—Es mi compañera —gruñó Ronan. La confesión salió de él como un disparo, cruda y desafiante.

El silencio que siguió fue absoluto. Isabelle soltó un jadeo indignado.

Marcus no parpadeó.

—No —corrigió el Lord, con la paciencia de un maestro hablando con un niño lento—. Es una debilidad biológica. Un error genético. Y uno que ya has corregido públicamente al rechazarla. ¿O acaso mentiste a la manada?

Ronan dio un paso adelante, interponiéndose entre su padre y la cama, convirtiéndose en un escudo humano de músculo y furia.

—Ella está bajo mi protección. Nadie la toca.

Marcus suspiró, un sonido de decepción profunda. Hizo un gesto casi imperceptible con la mano.

—Sáquenla de aquí.

Los cuatro guardias de élite entraron en la habitación al unísono, moviéndose como máquinas.

—¡NO! —El rugido de Ronan sacudió los cristales.

Sus ojos brillaron en oro puro, sus garras rasgaron el aire. Se lanzó hacia el primer guardia que se acercó a la cama, agarrándolo por la garganta y lanzándolo contra la pared con una fuerza que partió el yeso. El guardia cayó inconsciente.

Ronan se giró hacia los otros tres, enseñando los dientes, el pecho agitado.

—¡El primero que se acerque a ella muere! —bramó, su voz distorsionada por el lobo.

Seraphina miró la espalda de Ronan, ancha, marcada y letal, dispuesta a matar a su propia gente por ella. El corazón le latía tan fuerte que le dolía.

«Me está protegiendo. Contra su propio padre»

—Suficiente —dijo Marcus.

Su voz se elevó, impregnada con el poder del antiguo Alpha, una onda de presión que hizo que Ronan vacilara, luchando contra el instinto biológico de obedecer a su patriarca.

Marcus caminó hacia su hijo, sin miedo a las garras.

—Gabriel ha atacado el perímetro oeste esta noche —dijo Marcus, soltando la bomba con frialdad—. Ha probado nuestras defensas. Sabe que estamos divididos. Sabe que estás distraído por... esto.

Señaló a Seraphina con desdén.

—La manada está al borde del pánico. Si no mostramos fuerza ahora, Colmillo Roto nos invadirá antes de la luna llena.

Ronan respiraba con dificultad, el oro de sus ojos luchando contra el gris. La lógica de la guerra estaba penetrando la niebla de su instinto.

—He tomado una decisión ejecutiva —anunció Marcus, alisándose la solapa de su traje—. No esperaremos al fin de semana. La boda se adelanta.

Isabelle dio un paso adelante, sus ojos brillando con triunfo.

—Será mañana —sentenció Marcus—. Al atardecer. Tú y Isabelle se unirán, y las manadas se fusionarán para aplastar a Gabriel.

Ronan se quedó rígido. Mañana. Su sentencia de muerte emocional.

—¿Y ella? —preguntó Ronan, su voz ronca, sin mirar atrás.

Marcus dirigió su mirada helada hacia Seraphina, que temblaba en la cama. Una sonrisa cruel, casi imperceptible, curvó sus labios finos.

—Gabriel la quiere. Cree que la humana es tu debilidad.

Marcus se giró hacia la puerta, dando por terminada la reunión.

—Mañana, al atardecer, te casarás con Isabelle —dijo Marcus, deteniéndose en el umbral—. Y como gesto de buena fé para sellar la alianza... la humana será entregada.

Ronan se giró bruscamente.

—¿Qué?

—La usaremos —dijo Marcus con frialdad—. La entregaremos a Gabriel como ofrenda de paz. O la matas tú mismo antes de la ceremonia para demostrar que has roto el vínculo... o se la entregamos a él para que la despedace.

El Lord miró a su hijo, y luego a la aterrorizada Seraphina.

—Elige, Ronan. Tu manada... o la humana. Tienes hasta el amanecer.

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