Mundo ficciónIniciar sesiónLa aguja brilló bajo la luz estéril de la enfermería, un colmillo de metal lleno de plata líquida.
Seraphina intentó gritar, pero la mano de Isabelle alrededor de su garganta era un torniquete que cortaba el aire y el sonido. Sus pies pataleaban inútilmente en el aire, sus uñas arañando el brazo cubierto de cuero de la loba, buscando carne, buscando hacer daño. Pero Isabelle era piedra y hielo, inamovible. —No te muevas —susurró Isabelle, con la intimidad de una amante despechada—. Esto dolerá. La plata siempre duele. La rubia no dudó. Con un movimiento rápido y brutal, clavó la aguja en el costado del cuello de Seraphina, justo sobre la marca de la mordida de Ronan. El dolor no fue humano. No fue un pinchazo. Fue como si le hubieran inyectado nitrógeno líquido directamente en la yugular. Un frío absoluto y abrasador explotó en sus venas, corriendo hacia su corazón, congelando su sangre, paralizando sus músculos. Isabelle presionó el émbolo hasta el final, vaciando el veneno plateado en su sistema, y luego la soltó. Seraphina cayó al suelo como una muñeca con los hilos cortados. Sus rodillas golpearon el linóleo, pero apenas lo sintió. El mundo se estaba volviendo gris, los bordes de su visión oscureciéndose. Jadeó, tratando de aspirar aire, pero sus pulmones se sentían pesados, llenos de plomo. —Es aconitum diluido con nitrato de plata —explicó Isabelle, guardando la jeringa con calma, observando cómo Seraphina se retorcía en el suelo—. Letal para nosotros en dosis altas. Paralizante y... agónicamente lento para los humanos. Te mantendrá quieta para el regalo. Seraphina se llevó la mano al cuello, rasguñando la piel, intentando sacarse el fuego helado que la consumía. «Ronan» No lo gritó. No tenía voz. Pero su alma lo llamó. En ese momento de agonía absoluta, cuando la muerte comenzaba a tirar de ella, el vínculo en su pecho —esa cuerda invisible que Ronan había tensado y rechazado— se tensó violentamente. No se rompió. Vibró. Fue un tirón psíquico tan fuerte que Seraphina sintió, por una fracción de segundo, algo que no era suyo. Sintió una sala llena de voces graves. Sintió el olor a madera vieja y tensión política. Y luego, sintió un dolor fantasma en su propio cuello, un espejo de su agonía, seguido de una explosión de pánico y furia que no le pertenecía. Él lo sintió. —No... luches... —se burló Isabelle, empujándola con la punta de su bota—. Solo duerme. El pasillo exterior estalló en ruido. No fueron pasos. Fue el sonido de cuerpos siendo arrojados contra las paredes. Un rugido bestial, cargado de una urgencia demencial, hizo temblar los instrumentos médicos en sus bandejas de metal. La sonrisa de Isabelle vaciló. —¿Qué...? La puerta de la enfermería no se abrió, fué arrancada. La madera se astilló y voló hacia adentro. Isabelle tuvo que cubrirse la cara para protegerse de los escombros. Y allí, en medio de la destrucción, estaba Ronan. Había abandonado la reunión. Había abandonado a su padre. Su pecho se agitaba como si hubiera corrido kilómetros en segundos. Sus ojos eran dos soles de oro furioso, brillando con una luz tan intensa que iluminaban el pasillo oscuro detrás de él. Sus manos estaban transformadas en garras, goteando sangre —probablemente de los guardias que habían intentado detenerlo—. Su mirada barrió la habitación y aterrizó en Seraphina, convulsionando en el suelo. El rugido que salió de su garganta fue de puro dolor. —¡SERAPHINA! Cruzó la habitación en un borrón. Isabelle intentó interponerse, pero Ronan la apartó con un revés que la envió volando contra los armarios de medicinas. El vidrio se rompió, y Isabelle cayó entre una lluvia de cristales y frascos. Ronan cayó de rodillas junto a Seraphina. Sus manos grandes y temblorosas acunaron su rostro, levantándola del suelo frío. —Mírame —ordenó, su voz quebrada por el pánico—. ¡Mírame! ¡Respira! Seraphina luchó por enfocar la vista. Veía su rostro, distorsionado por el veneno, hermoso y aterrorizado. —Me... envenenó... —susurró ella, la sangre saliendo de su nariz, negra y espesa. Ronan levantó la vista hacia Isabelle, que se estaba poniendo de pie, sangrando por un corte en la frente. La mirada que le dirigió prometía una tortura eterna. —¡¿QUÉ LE HAS HECHO?! —bramó, el sonido haciendo vibrar los cimientos mismos de la casa. —¡Lo que tenía que hacerse! —gritó Isabelle, escupiendo sangre—. ¡Es el sacrificio! ¡Tu padre lo ordenó! —¡Ella se muere! —Ronan presionó su mano sobre el corazón de Seraphina, intentando usar su calor sanador, pero el veneno era demasiado rápido, demasiado frío. No funcionaba. Ella se le escapaba entre los dedos. —¡Déjala morir! —Isabelle se rió, una risa maníaca y rota—. ¡Es la única forma de que seas libre! Antes de que Ronan pudiera levantarse para despedazarla, un sonido nuevo cortó el aire. Una sirena. Un aullido mecánico, grave y constante, que resonó desde los altavoces de seguridad en toda la mansión y en los terrenos exteriores. El sonido de la guerra. —¡Alpha! —Caleb apareció en la puerta destrozada, con el rostro pálido y un transmisor en la mano—. ¡Código Rojo! ¡Han roto el perímetro oeste! Caleb miró a Ronan, y luego a la mujer moribunda en sus brazos. —¡Es Gabriel! —gritó el Beta—. ¡Ha traído a toda su manada! ¡Están dentro de los muros! El silencio cayó en la habitación, roto solo por la sirena y la respiración agónica de Seraphina. Isabelle se limpió la sangre de la boca y sonrió. Era la sonrisa de quien ha jugado su última carta y sabe que es ganadora. —Ahí está —dijo ella, señalando la ventana hacia el caos que se desataba afuera—. Tu enemigo está aquí. Tu manada está siendo masacrada. Miró a Ronan, que sostenía a la mujer que amaba mientras su vida se apagaba. —Elige, Ronan —siseó Isabelle—. Ve y lidera a tu gente... o quédate y mira cómo muere tu humana. De cualquier forma, has perdido.






