17 | No grites, pequeña

La risa de la manada la persiguió por el pasillo, un coro de hienas disfrutando de la presa caída. Seraphina corrió, sus pies tropezando con la basta tela de su falda gris, el vino tinto pegándose a su piel como sangre fría y viscosa. No se detuvo hasta que el aire viciado del salón de baile fue reemplazado por la mordedura gélida de la noche.

Irrumpió en el jardín trasero, un laberinto de setos altos y oscuros que parecían devorar la luz de la luna. Buscó la oscuridad, anhelando ser invisible, desaparecer de la existencia. Se adentró en los pasillos de vegetación, girando a ciegas hasta que el sonido de la música y las risas se convirtió en un zumbido distante.

Solo entonces se detuvo.

Se dejó caer en un banco de piedra fría, escondido bajo la sombra de un sauce llorón. El dolor en su pecho era físico, una presión aplastante que le impedía respirar. No era solo la humillación del vino; era la traición silenciosa. Ronan la había mirado. Había visto cómo la destruían. Y no había movido un dedo.

—No eres nada —sollozó, repitiendo la mentira hasta que se sintió como una verdad—. Eres un juguete. Una pieza en su tablero.

Se abrazó a sí misma, temblando por el frío que calaba sus huesos, odiando la mancha oscura que arruinaba su vestido, odiando la marca en su cuello que palpitaba con un dolor fantasma.

—Llorar por él es un desperdicio de lágrimas preciosas.

La voz surgió de las sombras, suave, profunda y peligrosamente seductora.

Seraphina se puso en pie de un salto, el corazón martilleando contra sus costillas. Retrocedió hasta que su espalda chocó contra el tronco del sauce.

—¿Quién anda ahí? —exigió, su voz un hilo tembloroso.

Una figura se desprendió de la oscuridad de los setos. No era un guardia. No llevaba el uniforme negro de la seguridad de Ronan.

Era un hombre.

Y era devastador.

Si Ronan era el hielo y el acero, este hombre era el fuego y la tierra. Tenía una belleza salvaje, brutal. Su cabello era castaño oscuro, un poco más largo, cayendo sobre su frente con un descuido deliberado. Su mandíbula estaba cubierta por una sombra de barba de tres días que le daba un aire de peligro inminente. Vestía un traje oscuro, pero sin corbata, la camisa blanca abierta en el cuello revelando una piel bronceada.

Se movía con una gracia depredadora, lenta y segura, deteniéndose justo donde la luz de la luna podía iluminar su rostro. Sus ojos eran oscuros, casi negros, y brillaban con una inteligencia astuta.

—Tranquila, preciosa —dijo, usando el apodo con una suavidad que lo hacía sonar casi cariñoso—. No voy a lastimarte. Ya te han lastimado bastante por una noche.

Señaló con la barbilla su vestido manchado.

—Ronan tiene una extraña manera de tratar a sus tesoros.

Seraphina se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, la desconfianza erizando su piel.

—No soy su tesoro. No soy nada suyo.

El desconocido soltó una risa suave y amarga.

—Oh, pero lo eres. Puedo olerlo desde aquí. Hueles a él. —Inhaló profundamente el aire nocturno, sus ojos oscuros clavándose en los de ella—. Hueles a su marca. A su posesión. Pero también hueles a rechazo.

Dio un paso hacia ella. Seraphina quiso correr, pero algo en su mirada la ancló al suelo. No era la indiferencia de Ronan, era una comprensión profunda, casi empática.

—Duele, ¿verdad? —susurró él—. El vínculo roto. Es como tener un gancho clavado en el alma y que alguien tire de él constantemente. Él te está matando lentamente, Seraphina. Al rechazarte, al tenerte cerca pero lejos, está marchitando tu espíritu humano.

Seraphina sintió un nudo en la garganta. Él decía la verdad. La verdad que Ronan se negaba a admitir.

—¿Quién eres? —preguntó, su voz apenas un susurro—. ¿Cómo sabes mi nombre?

El hombre sonrió. No fue una sonrisa amable, pero tampoco fue cruel. Fue la sonrisa de un lobo que ha encontrado una puerta abierta en el gallinero.

—Mi nombre es Gabriel.

El nombre golpeó a Seraphina como una bofetada física.

Gabriel.

La amenaza. El enemigo. El Alpha de la manada Colmillo Roto. El monstruo del que Isabelle le había advertido, la razón de todo este pacto, de todo este sufrimiento.

Retrocedió, el terror helándole la sangre.

—Tú... —jadeó, buscando una salida, pero los setos la encerraban—. Tú eres el enemigo.

—Para Ronan, sí —admitió Gabriel, encogiéndose de hombros con elegancia—. Para ti... eso está por verse.

—¡Aléjate de mí! —gritó ella, mirando hacia la mansión, preguntándose si los guardias oirían, si Ronan oiría.

—No grites, pequeña. No estoy aquí para atacarte. Estoy aquí para ofrecerte una salida. —Gabriel dió otro paso, acortando la distancia, su voz bajando a un tono hipnótico—. Ronan va a casarse con esa arpía de hielo. Va a sellar tu destino. Te convertirá en su amante secreta, su prisionera eterna, mientras él juega a la familia feliz con Isabelle. ¿Es eso lo que quieres? ¿Ver cómo ella lleva a sus hijos mientras tú te marchitas en un cuarto?

La imagen fue una daga en su corazón.

—No...

—Tú eres la llave, Seraphina —dijo Gabriel, sus ojos brillando con intensidad—. Tú eres la debilidad que Ronan intenta ocultar. Él te rechazó. Te humilló. Dejó que te mancharan con vino y se rieran de ti.

Gabriel extendió una mano hacia ella. Su palma estaba abierta, invitadora.

—Yo nunca haría eso.

La miró con una intensidad que rivalizaba con la de Ronan, pero donde Ronan ofrecía frialdad, Gabriel ofrecía un calor salvaje y prohibido.

—Ven conmigo —susurró, su voz una promesa de venganza y libertad—. Huye conmigo. Yo tamás te rechazaría. Te trataría como a la reina que tu sangre dice que eres.

Seraphina miró su mano. La mano del enemigo. La mano del hombre que quería destruir a Ronan.

Pero Ronan la había destruido a ella primero.

El silencio del jardín se volvió pesado, cargado con el peso de una decisión imposible. La música de la fiesta sonaba a lo lejos, celebrando el compromiso de su verdugo, mientras el enemigo le ofrecía la mano en la oscuridad.

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