Mundo ficciónIniciar sesiónLa mano de Gabriel permanecía suspendida en el aire, una invitación abierta en medio de la oscuridad. La palma ancha, las líneas de la vida marcadas en la piel bronceada, prometían una salvación seductora. Venganza, susurraba el viento entre las hojas del sauce. Libertad.
Por un segundo vertiginoso, Seraphina vaciló. El dolor del rechazo de Ronan era una herida abierta en su pecho, sangrando humillación. Tomar esa mano sería el golpe definitivo, la forma perfecta de devolverle el dolor al hombre que la había tratado como basura. Pero entonces miró los ojos de Gabriel. Eran oscuros, sí. Atractivos, sí. Pero no había tormenta en ellos. No había ese tirón gravitacional que sentía con Ronan, esa cuerda invisible que la ataba al Alpha de ojos grises incluso cuando la lastimaba. Gabriel no era su destino. Era una trampa diferente. Seraphina dio un paso atrás, sus botas resbalando sobre la hierba húmeda. —No —susurró, su voz ganando fuerza con cada sílaba—. Prefiero pudrirme en su torre que ser el peón en tu juego. La sonrisa de Gabriel no vaciló, pero la calidez en sus ojos se evaporó instantáneamente, reemplazada por un brillo frío y depredador. La máscara del salvador cayó, revelando al lobo que había debajo. —Qué decepción —dijo suavemente—. Esperaba que fueras más inteligente que leal. —¡Aléjate de mí! —gritó ella, girándose para correr hacia la seguridad, por cruel que fuera, de la mansión. No llegó lejos. Gabriel se movió con una velocidad inhumana. Antes de que ella pudiera dar dos pasos, su mano se cerró alrededor de su brazo. No fue el agarre firme de Ronan; fue doloroso, brusco, dedos clavándose en su carne con la intención de lastimar. La sacudió, deteniendo su huida en seco y tirando de ella hacia su cuerpo duro. —No seas tonta —siseó contra su oído—. Vendrás conmigo, te guste o no. Eres demasiado valiosa para dejarte aquí. Seraphina abrió la boca para gritar, el pánico estallando en su garganta. No fué necesario. El aire cambió. No hubo sonido de pasos. No hubo advertencia. Simplemente, la atmósfera del jardín se cargó de una presión estática tan intensa que los vellos de los brazos de Seraphina se erizaron dolorosamente. El olor a ozono, a tormenta eléctrica a punto de estallar, ahogó el aroma de las flores nocturnas. Y luego, el mundo se convirtió en violencia. Un borrón de oscuridad se estrelló contra ellos. Gabriel fue arrancado de ella. El impacto fue tan brutal que sonó como un trueno. El Alpha rival salió despedido por el aire, su cuerpo volando a través del claro como una muñeca de trapo, hasta estrellarse con un crujido enfermizo contra el tronco de un roble centenario a diez metros de distancia. Seraphina tropezó, cayendo de rodillas sobre la hierba, jadeando por el aire que el shock le había robado. Levantó la vista. Ronan estaba allí. Pero no era el Ronan de la fiesta. La chaqueta de su esmoquin había desaparecido. La tela de su camisa estaba tensa hasta el punto de ruptura sobre músculos que parecían haberse hinchado con poder. Estaba de espaldas a ella, una muralla de sombras vibrantes, interponiéndose entre ella y la amenaza. Un gruñido bajo, tectónico, emanaba de su pecho. No era un sonido humano. Era el ruido de la tierra abriéndose. Gabriel se deslizó por el tronco del árbol, cayendo al suelo. Tosió, escupiendo sangre oscura sobre la hierba, y levantó la vista con una mezcla de dolor y sorpresa. Ronan dio un paso hacia él. —¡TOCASTE LO QUE ES MÍO! El rugido sacudió los huesos de Seraphina. Seraphina se llevó las manos a los oídos, aterrorizada. Debería haber sentido miedo. Debería haber estado paralizada por el monstruo que tenía delante. Pero en lo profundo de su pecho, bajo el terror, algo salvaje y primitivo vibró. Una satisfacción oscura. Un calor que no debería estar allí. Él había venido. Él había dejado su fiesta, su compromiso, su mundo perfecto, para convertirse en eso por ella. Ronan giró la cabeza ligeramente, y Seraphina vio su perfil a la luz de la luna. Sus ojos. El gris había desaparecido por completo. Eran dos orbes de oro líquido, brillantes, inhumanos, sin pupila visible, solo luz pura y furia asesina. Sus labios estaban retirados hacia atrás en una mueca bestial, revelando colmillos blancos y afilados que destellaban peligrosamente. Ya no era el CEO. Era el Verdadero Alpha. La bestia que mantenía encadenada bajo trajes caros y modales fríos se había soltado, y era magnífica y aterradora. Gabriel se puso de pie tambaleándose, limpiándose la sangre de la boca con el dorso de la mano. No parecía asustado. Parecía... extasiado. —Ahí está —jadeó Gabriel, con una sonrisa sangrienta—. El perro guardián. Ronan avanzó otro paso, sus manos cerrándose y abriéndose a sus costados. —Te mataré —prometió Ronan, su voz una cacofonía de grava y acero—. Te arrancaré la garganta aquí mismo. —¿Y romper el pacto antes de firmarlo? —Gabriel se rió, aunque el sonido fue húmedo por la sangre en sus pulmones—. Hazlo, Ronan. Mátame. Y mira cómo tus aliados se vuelven contra ti. Ronan vaciló. Solo una fracción de segundo. El hombre luchando contra el lobo. La política luchando contra el instinto. Gabriel aprovechó esa pausa. Sus ojos oscuros se desviaron hacia Seraphina, que seguía arrodillada en la hierba, temblando. —Así que es verdad —dijo Gabriel, con una maravilla oscura en su voz—. Los rumores. La profecía. Miró a Ronan, cuya respiración era un fuelle furioso. —Esa cosa humana... no es solo un juguete. Es tu debilidad. Es la grieta en tu armadura. El cuerpo de Ronan se convulsionó. Un sonido de crujido, como huesos reacomodándose, rompió el silencio. Seraphina miró con horror fascinado cómo las manos de Ronan cambiaban. Sus dedos se alargaron, las uñas se oscurecieron y se afilaron hasta convertirse en garras negras y curvas, capaces de destripar a un hombre de un solo golpe. La transformación parcial era grotesca y hermosa. El lobo estaba tomando el control. Ya no le importaba el pacto. —¡FUERA! —rugió Ronan, y esta vez, la onda de choque tiró a Seraphina hacia atrás. Gabriel vio las garras. Vio la muerte inminente en los ojos dorados. Su sonrisa vaciló. Sabía cuándo un depredador había dejado de jugar. —Esto no ha terminado, Thorsten —dijo Gabriel, retrocediendo hacia la oscuridad de los setos—. Guarda bien a tu mascota. Porque ahora sé dónde morder para que te duela. Y con un último movimiento fluido, Gabriel se dio la vuelta y se desvaneció en la noche, dejando atrás solo el olor a sangre y la tormenta desatada que era Ronan. El silencio cayó sobre el jardín. Seraphina se quedó congelada, mirando la espalda del monstruo que la había salvado, esperando aterrorizada el momento en que esos ojos dorados se volvieran hacia ella.






