Mundo de ficçãoIniciar sessãoEl vestido yacía sobre la cama de dosel como un insulto silencioso.
No era un vestido de gala. No había seda, ni chifón, ni el brillo de las lentejuelas que Seraphina había visto en los trajes de las otras mujeres la noche de su llegada. Era un uniforme. Una prenda de lana gris, basta y sin forma, del color de las cenizas viejas y el agua estancada. Era un traje de sirvienta, pero uno diseñado para despojar a quien lo llevara de cualquier dignidad o género. —La señorita Isabelle insistió —había dicho la empleada que lo llevó, con los ojos bajos y una mueca de lástima que a Seraphina le dolió más que una bofetada—. Dijo que es apropiado para su... estatus. Seraphina tocó la tela áspera. Era una declaración de guerra. Isabelle no solo quería que asistiera para ver a Ronan comprometerse, quería que asistiera marcada. Quería que todos vieran que la mujer que había "tentado" al Alpha no era más que basura humana, indigna de limpiar el suelo que él pisaba. Las lágrimas de rabia picaron en sus ojos, calientes y furiosas, pero se negó a dejarlas caer. No lloraría. No le daría a Isabelle esa satisfacción. —Bien —susurró a la habitación vacía. Se desnudó, sus movimientos rígidos por la tensión. Se lavó la cara con agua fría en el lavabo de porcelana, frotando su piel hasta que brilló con un color rosado natural, borrando el rastro de fiebre y llanto. Cepilló su cabello cobrizo con violencia, desenredando los nudos hasta que cayó en ondas brillantes sobre su espalda. Se puso el vestido. Le quedaba grande en los hombros y apretado en el pecho de una manera poco favorecedora, la tela picaba contra su piel sensible. Se miró en el espejo de cuerpo entero. Parecía un fantasma gris, una sombra olvidada. Pero luego levantó la barbilla. Enderezó la espalda hasta que le dolió. —No eres nada para ellos —se dijo a su reflejo, endureciendo su mirada verde hasta convertirla en esmeralda fría—. Pero eres todo para Hunter. Hazlo por él. Salió de la habitación. El camino hacia el salón de baile fue un descenso al infierno. La música de orquesta flotaba por los pasillos, una melodía elegante que contrastaba con el tamborileo de su propio corazón. A medida que se acercaba, el olor a perfume caro, vino y el almizcle distintivo de la manada se hizo más fuerte, asfixiante. Cuando llegó a las puertas dobles abiertas del salón, los guardias la dejaron pasar sin una palabra, pero sus sonrisas burlonas lo decían todo. Entró. El salón era un océano de luz y opulencia. Candelabros de cristal goteaban luz sobre cientos de invitados vestidos con las mejores telas. Había risas, el tintineo de copas, el murmullo de conversaciones de poder. Pero en el momento en que Seraphina dio un paso dentro, vestida con su saco de cenizas, el silencio se extendió desde la entrada como una onda expansiva. Las cabezas se giraron. Los murmullos cesaron. Cientos de ojos, muchos de ellos brillando con colores antinaturales, se clavaron en ella. La miraban como si fuera una mancha de suciedad en un lienzo perfecto. Seraphina mantuvo la cabeza alta, fijando la vista al frente, negándose a encogerse. Caminó hacia el borde del salón, buscando una sombra donde desaparecer. Y entonces los vió. En el centro de la pista, bajo la luz más brillante, estaban los reyes de esta corte salvaje. Isabelle estaba radiante. Llevaba un vestido de seda blanca que parecía hecho de luz de luna líquida, ceñido a cada curva perfecta de su cuerpo. Su cabello rubio estaba recogido en una corona trenzada, y diamantes brillaban en su garganta. Se veía triunfante, una diosa intocable aferrada al brazo de su premio. Y Ronan... Ronan era la oscuridad para la luz de ella. Llevaba un esmoquin negro hecho a medida que se ajustaba a sus anchos hombros como una segunda piel, resaltando su poder físico de una manera que hacía que la boca de Seraphina se secara. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás, revelando la severidad brutal de su rostro. Era devastadoramente atractivo, de esa manera que dolía mirar. Pero estaba frío. Su rostro era una máscara de granito. No sonreía a los invitados que lo felicitaban. No miraba a Isabelle, que le susurraba al oído. Sus ojos de acero gris escaneaban la sala con un aburrimiento letal. Hasta que la vieron. Sus ojos se encontraron a través del mar de gente. El gris de Ronan se oscureció. Su mandíbula cincelada se tensó visiblemente, un movimiento brusco que rompió su inmovilidad. Sus ojos barrieron el cuerpo de Seraphina, registrando el vestido gris, la humillación tejida en lana barata. Por un segundo, ella pensó ver un destello de furia, no contra ella, sino por ella. Isabelle siguió su mirada y sonrió. Una sonrisa de tiburón. Seraphina quiso huir. Quiso desaparecer. Pero Ronan le había ordenado estar allí. —¿Champán? —una voz a su lado la sobresaltó. Un hombre joven, vestido de etiqueta, se había acercado. Tenía una sonrisa que no llegaba a sus ojos crueles. Llevaba una bandeja, pero no con copas de champán. Llevaba copas de vino tinto, llenas hasta el borde. —No, gracias —dijo Seraphina, dando un paso atrás. —Oh, insisto. Pareces... fuera de lugar. —El hombre dio un paso adelante, invadiendo su espacio. Fue rápido. Demasiado deliberado para ser un accidente. El hombre "tropezó". Su mano se inclinó bruscamente. La copa de vino tinto voló. Seraphina no tuvo tiempo de moverse. El líquido oscuro y espeso la golpeó en el pecho, empapando la lana gris al instante, extendiéndose como una herida de bala gigante, goteando por su falda, manchando sus manos, salpicando su cuello. El frío del vino la hizo jadear. El hombre recuperó el equilibrio al instante, sin una pizca de remordimiento. —Uy, qué torpeza la mía —dijo, con una voz lo suficientemente alta para que los que estaban cerca lo oyeran—. Aunque, sinceramente, creo que le da algo de color a ese trapo. El silencio del salón se rompió. Alguien se rió. Una risa corta y aguda. Luego otra. Y otra. Pronto, el sonido de la risa llenó el salón, una ola de burla que golpeó a Seraphina con más fuerza que cualquier golpe físico. Estaba allí parada, empapada en vino que parecía sangre, vestida como una pordiosera, rodeada de depredadores que se divertían con su miseria. La humillación era un ácido que la quemaba viva. Miró hacia el centro del salón, buscando instintivamente lo único familiar. Ronan no se reía. Estaba inmóvil, una estatua de hielo negro en medio de la alegría cruel de su manada. Sus manos estaban hechas puños a sus costados, los nudillos blancos. Su rostro era una máscara de piedra absoluta, desprovista de emoción, pero sus ojos... Sus ojos estaban fijos en ella. Y ardían con una intensidad que la atravesó desde el otro lado de la sala. No hizo nada. No la ayudó. No detuvo las risas. Simplemente la observó ser destruida, cumpliendo su promesa de que ella no significaba nada, mientras la tormenta en su mirada decía algo completamente diferente, algo oscuro y peligroso que prometía retribución, aunque ella no sabía contra quién.






