El silencio en la casa de los Torres era denso, casi sofocante. Era una de esas noches de otoño en las que el aire parece pesar, como si presintiera lo que está a punto de romperse. Sofía se había quedado hasta tarde trabajando en su estudio improvisado, buscando cualquier excusa para no pensar en el vacío frío que llenaba la habitación matrimonial. Desde que se habían casado, pocas veces compartieron el mismo lecho, y cuando lo hacían, era porque él llegaba demasiado tarde para notar su presencia.
Pero esa noche algo en su pecho le ardía, una intuición; una sensación de inquietud que no la dejaba concentrarse. Eran casi las once cuando se percató de que no había visto ni escuchado a Nicolás desde la mañana. Revisó su celular, como lo hacía siempre, no había un mensaje, ni una llamada, solo ese maldito silencio que le recordaba siempre no ser importante para su esposo. Sin saber exactamente por qué, decidió salir del estudio. Caminó descalza por el pasillo principal, envuelta en una bata de seda; la casa estaba completamente en penumbras, excepto por una tenue luz que se filtraba desde el ala norte, donde Nicolás tenía su oficina privada. Era raro, él nunca trabajaba desde casa, y mucho menos en ese lugar. El corazón le martilló el pecho mientras se acercaba. No quería imaginar, ni tampoco quería suponer, pero lo presentía con cada paso que daba hacia aquella puerta entreabierta la ahogaba un poco más. La escena se reveló cruel y sin censura. Allí, sobre el escritorio de roble, con documentos desperdigados y una copa de whisky derramada, estaba Nicolás de pie, con sus pantalones bajos, su camisa desabrochada, y entre sus brazos, con las piernas rodeándolo, estaba Martina. La mujer a la que siempre había amado, la que él había querido convertir en su esposa. Sofía se quedó congelada, no hubo gritos, ni tampoco hubo palabras; solo la imagen brutal frente a sus ojos. —Te juro que cuando esto termine, me caso contigo, como siempre quise —murmuraba Nicolás contra el cuello de Martina, sin notar la presencia de su esposa. —Lo odio, Nico —susurró Martina, con la voz entrecortada por el placer—. No me gusta compartirte con ella, ver como son los esposos perfectos para el mundo; detesto que ella ocupe el lugar que es mío. —Ya falta menos, mi amor —dijo él, dejando pequeños mordiscos en el cuello de Martina—. Este juego sucio va a acabar, y todo esto será tuyo; mi nombre, mi casa, mi vida. Todo para ti, Marti. Entonces ese gemido llegó, aquel suspiro cálido y sucio que perforó los oídos de Sofía como una daga. No pudo moverse, solo apretó los puños, dejando que sus uñas se clavaran en las palmas. Las lágrimas comenzaron a caer sin permiso, silenciosas, tibias, y retrocedió en silencio, tan suavemente como había llegado. Sabía que si hacía el más mínimo ruido, Nicolás la escucharía, y no quería eso; ni siquiera quería ver la expresión de fastidio en su rostro, ni escuchar las excusas baratas que vendrían después. Prefirió el anonimato del dolor, y la dignidad rota en la sombra. Se encerró en el baño y se dejó caer al suelo frío. No podía respirar, y ahogó sus sollozos como si su garganta se negara a aceptar lo que sus ojos ya habían visto. Se abrazó a sí misma, temblando, intentando encontrar consuelo en una realidad que ya no entendía. Lo amaba, a pesar de todo; de las constantes humillaciones, de la indiferencia, de los silencios y de la mentira que había aceptado como vida. Lo amaba tanto que se había convencido de que, si aguantaba, él podría verla, algún día; pero esa noche lo supo. Ella no era más que un obstáculo, una pieza de ajedrez que Nicolás necesitaba mover para obtener su corona. Una mujer invisible, utilizada y descartada. El amanecer llegó sin que pudiera dormir. Cuando salió del baño, con los ojos hinchados y la piel pálida, Nicolás ya no estaba en la casa, se había ido como si nada hubiese ocurrido, como si no hubieran destruido lo poco que quedaba de ella. Se vistió con cuidado, maquillando el dolor, ocultando el desastre. Bajó las escaleras con la cabeza en alto, como la señora Torres que todos esperaban ver. En la cocina, el ama de llaves le sirvió el desayuno con su sonrisa habitual. —El señor Nicolás salió temprano. Dijo que tenía una reunión importante en la sede central, señora. Sofía sonrió, una mueca triste disfrazada de elegancia. —Gracias, Clara, puedes retirarte. Tomó una taza de café y la llevó a sus labios sin temblar. Por dentro era un vendaval, pero por fuera, era de hierro. La decisión la golpeó como un rayo: no iba a llorar más frente a él, no iba a mostrarle el vacío que le había dejado. Durante ese primer año de acuerdo, Sofía Torres aprendería a sobrevivir entre las ruinas de su corazón, y cada infidelidad sería una cicatriz más; pero también, cada una la haría más fuerte, más fría, y más consciente del precio de esa traición que le había costado el alma. ☆☆☆ Sofía se levantó de la mesa sin terminar el desayuno, subió a su habitación y sacó del armario una caja que había permanecido cerrada desde el día de su boda. En su interior, cartas, fotografías; notas que alguna vez le había escrito a Nicolás, en un intento torpe y desesperado de acercarse a él nunca respondidas, y algunas, ni siquiera abiertas. Las arrojó todas a la chimenea y encendió el fuego. Las vio consumirse con los ojos secos, y esta vez, no iba a permitir que nada de eso la definiera más. Ese mismo día, Sofía pidió una reunión con su abogado personal, Tomás Andrada, quien le había sido leal a su familia por décadas. Se encontraron en la cafetería del hotel San Martín, un lugar discreto, alejado del ojo público. —Voy a hacerte una pregunta directa —dijo Sofía, sin rodeos—. ¿Puedo proteger lo que es mío sin que Nicolás lo sepa todavía? Tomás la estudió con atención, notando la nueva dureza en su expresión. —Puedo revisar tus propiedades, fondos, acciones; lo que esté aún a tu nombre —respondió con tono serio—. Pero tendrás que tener cuidado, porque Nicolás tiene más poder de lo que parece, y más enemigos de los que te imaginas. —No me importa —espetó Sofía—. Solo necesito saber hasta dónde puedo llegar sin exponerme todavía. Tomás asintió lentamente, notando que la mujer frente a él, ya no era la misma de meses atrás. Ahora había una determinación en sus ojos que lo convenció de no hacer más preguntas. °°° Días después, llegó la gala benéfica del Hospital Central, el evento más fotografiado de la temporada. Sofía eligió un vestido rojo escarlata, con una abertura lateral y espalda descubierta. Quería hacer una declaración, verse viva, aunque por dentro estuviera rota, y lo logró. Cuando bajó del coche, los flashes se encendieron, las miradas se posaron en ella, y entre todas, hubo una en particular que la observó con intensidad: Adrián Varela. Un importante empresario soltero, con una reputación tan ambigua como atractiva, quien no dudó en acercarse a Sofía para poder estrechar su perfecta mano. —Sofía Torres, por fin nos conocemos. —La coquetería en su voz provocó una pequeña sonrisa en Sofía, y no dudó en devolver el saludo. —Un gusto, señor Varela, he oído hablar bastante de usted. —¿Cosas buenas o malas? —Ambas, aunque las malas suelen ser más interesantes. Adrián sonrió con arrogancia, dejándose llevar por esa preciosa sonrisa. De repente, Sofía notó cómo Nicolás los miraba desde lejos. Su ceño estaba fruncido, y apretaba sus labios como si estuviera celoso; pero poco le importó, y no hizo nada para detener la conversación. No se acercó, no le reclamó, y eso le dolió más que si lo hubiera hecho. Adrián se percató de eso, y vió como el rostro de Sofía expresaba una tristeza que no le gustó para nada. Sin embargo, prefirió quedarse en silencio y dejar que la preciosa mujer frente a él, decidiera irse para poder descansar. Al final de la noche, cuando regresaron a casa, Nicolás no dijo una palabra y Sofía tampoco, pero esa noche, ella durmió en su cama. Siendo por primera vez en mucho tiempo, Nicolás el que permaneció despierto pensando en ella, su esposa, la mujer que respiraba tranquilamente a su lado.