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Sofía no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en el borde de la cama, aún con la bata de seda mal cerrada y la mirada clavada en el suelo como si eso le permitiera sostenerse. El silencio del penthouse era abrumador. Afuera, el ruido de los autos que cruzaban por la autopista llegaba lejano, como si la ciudad de Nueva York no tuviera nada que ver con lo que acababa de ocurrir entre esas paredes.

El recuerdo de compartir la misma cama con Nicolás llegó como una bala perdida, y una sensación agria que solo le hacía sonreír con pesar.

Sin embargo, aún no podía olvidarse de las risas, las voces entrecortadas, y los gemidos que aún seguían resonando en su cabeza como un eco cruel que no quería apagarse. Nicolás no se había molestado en disimular, no había cerrado la puerta del estudio, no le había pedido que saliera; simplemente le había hecho escuchar todo a ella, a su esposa.

Lo peor de todo no había sido oírlo, sino que fue la risa final. Esa carcajada arrogante de él, junto con el suspiro satisfecho de Martina, como si hubieran logrado algo más allá del placer físico; burlándose del amor que albergaba profundamente en su corazón; del compromiso, y de ella.

Pasaron horas antes de que Sofía pudiera moverse. Se duchó en silencio, como si intentara borrar con agua caliente el recuerdo de lo que había escuchado. Frotó su piel hasta enrojecerla, pero el ruido seguía ahí, pegado a su cuerpo como una maldición.

Cuando Nicolás salió del estudio, ni siquiera la miró, olvidándose por completo que habían dormido juntos. Al verlo, notó que iba con el cabello revuelto y el nudo de la corbata deshecho, otra vez había traído a Martina, y otra vez, ella los escuchó sin poder hacer algo al respecto. Nicolás encendió un cigarro como si nada hubiese ocurrido, como si hace unas horas no hubiera tenido sexo con su amante.

—Necesito dormir —dijo sin más, pasándole por al lado.

Sofía no respondió, solo se limitó a caminar hacia la habitación de invitados. Esa noche durmió ahí, y la siguiente también, pero no lloró; no delante de él.

~~~

Los días pasaron fríos, sin prisas, con el recuerdo latente de la traición que no era capaz de olvidar. Entonces, la invitación a otro evento encabezado por el abuelo de Nicolás, Don Guillermo Torres, el patriarca, llegó. Sería en uno de los salones más exclusivos de Nueva York, y asistir no era opcional. Porque para los Torres, mantener las apariencias lo era todo.

—Tienes que venir —dijo Nicolás, sin mirarla—. Y sonreír sin hacer ningún tipo de espectáculo.

—¿Como el que hiciste tú en nuestra casa?

Él alzó una ceja, con la expresión arrogante que tan bien conocía.

—No confundas el deber con el drama —respondió, ignorando esa parte donde quería darle iuka explicación—. Solo vístete bien y mantente cerca, después de todo, no es tan difícil fingir, ¿cierto?

Sofía apretó los dientes, sin responder a la provocación. Ya había aprendido que no tenía sentido discutir con un hombre que no sabía lo que era el respeto, pero no podía ignorar que ese comentario le dolió más de lo que esperaba.

~~~

Esa noche, la limusina los dejó frente al imponente Hotel Imperial; había cámaras, periodistas, invitados importantes. Nicolás salió primero, saludó con una sonrisa medida e impecable, lo que hacía que pareciera el esposo perfecto. Sofía intentó tomar su brazo, como solía hacer, pero él se adelantó un paso

—No necesitamos fingir tanto —murmuró sin mirarla.

Sofía tragó saliva, apretó su clutch de terciopelo negro con fuerza y mantuvo la cabeza alta. Su vestido azul medianoche caía como agua sobre su figura, resaltando sus curvas elegantes, su porte majestuoso; pero sus ojos estaban apagados.

Entraron al salón entre flashes, y la música de cuerdas llenaba el ambiente con una elegancia forzada; todo era lujo, cristales, sonrisas falsas y saludos interesados. Nicolás se sumergió de inmediato entre empresarios y políticos. Él sabía cómo moverse en ese mundo, sonriendo con los labios, pero sin mostrar emoción alguna.

Sofía, a su lado, se convirtió en adorno; y fue cuando la vió

Martina estaba radiante, con un vestido rojo escarlata y una sonrisa satisfecha; la misma sonrisa que había escuchado entre gemidos días atrás, y no solo eso, se mantuvo cerca de Nicolás como si tuviera todo el derecho del mundo, como si Sofía no existiera.

El corazón de Sofía se contrajo al verlos juntos, y caminó hasta la mesa principal. Saludó a algunos invitados con educación automática, fingió sonreír y estar bien, pero por dentro, algo crujía con cada carcajada que Martina soltaba cerca de su esposo.

De pronto, Adrián Varela apareció otra vez, con un traje perfectamente entallado, su cabello oscuro y una mirada difícil de ignorar. Había sido invitado personalmente por Don Guillermo para analizar una posible expansión del grupo Torres hacia Argentina, y por eso era un invitado importante. Un accionista exigente, inteligente y extremadamente calculador, que cuando quería algo, lo conseguía.

Los ojos de Adrián se cruzaron con los de Sofía, y algo se detuvo alrededor de ellos, el reconocimiento de volverse a ver; de la soledad y la tristeza, junto con la rabia que estaba conteniendo.

Adrián se acercó sin titubear.

—¿No cree que un evento tan elegante debería tener una reina más feliz? —preguntó con una media sonrisa y un tono suave.

Sofía parpadeó, sorprendida, no recordaba la última vez que alguien se dirigía a ella con humanidad.

—A veces la corona pesa —respondió, sin dejar de mirarlo.

—¿Y el rey? —preguntó él, aunque ya sabía la respuesta.

Ella desvió la mirada al fondo del salón, donde Nicolás reía con Martina, y esta tenía su mano, descarada, descansando sobre su pecho.

—Donde siempre está, donde prefiere estar.

Adrián también lo vió, y no solo eso. Vió cómo a Sofía le temblaba apenas la mandíbula, cómo se obligaba a mantenerse erguida; y por un segundo, odió a Nicolás.

—No deberías permitirlo —dijo sin pensar.

Sofía lo miró, con una mezcla de dolor y cansancio.

—¿Y qué harías tú si amaras a alguien que te desprecia todos los días, pero no puedes dejarlo, porque le diste tu palabra?

Adrián no vaciló.

—Me aseguraría de que algún día él me mire como se supone que debe hacerlo, y si no lo hace, me encargaría de que lo lamente toda su vida.

Sofía sonrió, pero era una sonrisa rota.

Como si con eso lo hubieran llamado, Nicolás apareció, y el gesto en su rostro cambió apenas vio a Adrián tan cerca de su esposa. Sus ojos, siempre fríos, ahora se tornaban oscuros y amenazantes.

—¿Quién es? —espetó, sintiendo una furia inexplicable fluir por sus venas.

—Adrián Varela —respondió el argentino, tendiéndole la mano con serenidad—. Encantado, señor Torres.

Nicolás no la aceptó, sólo giró hacia Sofía.

—Ve a sentarte, no necesitas seguir coqueteando para entretenerte. —Su voz salió alta, demasiado alta, y varias personas lo oyeron. Algunos se voltearon, otros fingieron no escuchar. Sofía se quedó inmóvil, sintiéndose humillada. Una parte dentro de ella se hizo añicos, pero no lloró, no allí y menos enfrente de él.

Solo se dio media vuelta y se alejó con la cabeza en alto. Cada paso suyo era un acto de valentía, de resistencia, queriendo demostrarles a todos que era fuerte ante cualquier situación.

Adrián la siguió con la mirada, y en su interior, nació una promesa. Esa mujer no estaría sola por mucho más tiempo.

Nicolás, mientras tanto, volvía a la pista como si nada hubiera ocurrido, pero su mandíbula se tensó cuando vio a Adrián seguirla con los ojos.

Su indiferencia había empezado a crear una grieta, y las grietas, cuando se abren en los imperios, lo cambian todo.

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