El aroma a caoba envejecida y tabaco impregnaba el despacho de don Guillermo Torres, un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido, libros de tapas gruesas, marcos dorados con fotografías familiares, y una colección de relojes antiguos adornaban las repisas. Detrás de un escritorio de madera maciza, el patriarca de la familia observaba con mirada dura a su nieto, Nicolás, quien permanecía de pie frente a él, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.—No pienso casarme con una mujer que no amo —declaró Nicolás con voz grave, la mandíbula tensada—. No soy un peón en tu tablero.Guillermo Torres, aún en su vejez y postrado en una silla de ruedas, mantenía la dignidad y la autoridad de un rey. Su cabello blanco estaba perfectamente peinado hacia atrás, y su voz, aunque rasposa por los años, era firme.—No eres un peón —replicó con calma—. Eres el heredero de un imperio, y ese imperio, como puedes imaginar, tiene reglas. Así qué, si quieres la presidencia del grupo Torres, te casarás
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