La lluvia seguía cayendo, incesante, como si el cielo supiera que algo oscuro estaba por desatarse. Dentro del convento, las paredes de piedra parecían susurrar recuerdos antiguos, cargados de secretos que nunca debieron salir a la luz.
Luciana Caravaggio permanecía sentada en la pequeña sala donde Sor Teresa la había recibido con cortesía forzada. Había algo en esa mujer que descolocaba a todas: su presencia era demasiado elegante, demasiado firme, demasiado peligrosa.
Dante caminaba de un lado a otro, impaciente, con las manos crispadas detrás de la espalda.
—Habla, madre. Ya estás aquí. No vine a verte para recordar lo que no funciona entre nosotros.
Luciana lo observó con sus ojos grises, tan similares a los de un halcón, fríos y calculadores.
—No he venido por reconciliación, Dante. He venido porque Vittorio está más cerca de lo que piensas. Y no se detendrá.
Elena, en silencio desde el umbral, contuvo la respiración. Sor Teresa, detrás de ella, la miró de reojo pero no dijo nada