El amanecer trajo consigo un cielo gris y pesado. Las campanas del convento apenas sonaron cuando Dante ya estaba despierto, caminando por los jardines con el sobre que Alexander le había enviado la noche anterior. Sus ojos recorrieron las líneas marcadas en el mapa, las rutas ocultas, los puntos débiles del perímetro. Cada detalle confirmaba lo mismo: Vittorio estaba cerca. Demasiado cerca.
En la oficina de Sor Teresa, la tensión se podía cortar con un cuchillo.
—Tres de tus antiguos hombres —dijo Luciana, cruzada de brazos—. Traicionados desde adentro. No debería sorprenderte.
—No me sorprende —respondió Dante, sin levantar la mirada—. Pero sí me enfurece. Uno de ellos, Tiziano, conocía este lugar. Si lo vendió… Vittorio ya sabe exactamente dónde atacar.
Jacinto asintió, serio.
—No tenemos armamento ni refuerzos. Esto es un convento, no una fortaleza.
—Entonces lo haremos una —replicó Dante con firmeza.
Sor Teresa, sentada en su escritorio, observaba a cada uno con atención. Parecía