Las luces del hospital titilaban como si compartieran la ansiedad de la madrugada. La patrulla frenó en seco frente a la entrada de urgencias, y Eliana bajó del asiento trasero con el corazón latiendo en las sienes. Su respiración estaba entrecortada, no por el frío, sino por lo que sabía que estaba por enfrentar.
No tuvo que buscarlo.
Isaac estaba ahí. De pie, junto a la máquina de café apagada, con la espalda curvada y las manos temblorosas. Su camisa arrugada colgaba abierta en el cuello y sus zapatos estaban llenos de polvo. Pero lo que más la golpeó fue su rostro.
Ojos rojos. Hundidos. Enrojecidos no por una noche de insomnio, sino por horas de un llanto contenido. Su mandíbula marcada, apretada como si fuera lo único que lo mantenía de pie.
Eliana se acercó despacio, con los pasos firmes pero suaves, como quien se acerca a alguien que está a punto de romperse.
Isaac levantó la vista al oír los pasos.
—¿Eliana? —su voz era apenas un susurro.
Ella asintió y, sin decir una sola pal