Habían pasado varias semanas desde aquella noche oscura. El caos había dado paso a una tranquilidad que la casa no conocía desde hacía tiempo. Las risas comenzaban a llenar los rincones otra vez, y los silencios ya no eran pesados ni rotos por el llanto.
Samuel se recuperaba poco a poco. Aún tenía pesadillas, aún se aferraba a su madre cuando despertaba asustado, pero ya sonreía más seguido, ya jugaba con sus juguetes en el tapete de la sala, y sobre todo, ya dormía abrazado a Eliana sin miedo.
Cada mañana, el señor Álvarez llegaba puntual, con una bolsa de pan recién horneado, algún dulce escondido en el bolsillo, y un abrazo cálido para su nieto.
—¡Abuelo! —gritaba Samuel apenas lo veía entrar por la puerta.
El hombre, que había cargado con tanto dolor en silencio, parecía rejuvenecer con cada visita. Se arrodillaba, lo cargaba entre risas, y a veces se le escapaba una lágrima de emoción mientras le acariciaba el cabello.
—Eres fuerte, como tu mamá —le decía con orgullo—. Y tienes m