Samuel abrió lentamente los ojos. La luz era escasa, y lo primero que notó fue el olor extraño que impregnaba el aire. No estaba en su cama. No estaba en su casa. Estaba sobre una colchoneta vieja y dura, en una habitación fría y silenciosa que no reconocía. El miedo le recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica. Se incorporó de golpe, pero sus pequeños brazos temblaron al sostenerse. Su corazón latía tan fuerte que podía oírlo dentro de su cabeza.
—¿Mamá? —su voz apenas fue un susurro quebrado, tembloroso—. ¿Papá?
Miró alrededor. Las paredes eran grises, sin ventanas. Había un olor a humedad y algo más… algo metálico. Un olor que no entendía, pero que le causaba una sensación extraña en el estómago. Tragó saliva, y justo en ese momento escuchó pasos acercándose. Pasos lentos. Firmes.
Una figura emergió desde la oscuridad del pasillo. Al principio no podía distinguirla bien, pero cuando avanzó unos pasos más, el rostro de Samantha apareció bajo la tenue luz de un bombillo parpade