La noche se había asentado como un manto pesado sobre el hospital. El sonido lejano de ambulancias y el eco de pasos apurados por los pasillos creaban una banda sonora constante, fría, casi irreal. En una sala de espera del tercer piso, Isaac se debatía entre la esperanza y la desesperación.
Cinco horas.
Ciento ochenta minutos de un infierno sostenido, donde cada segundo era un verdugo invisible.
Isaac se levantaba, se sentaba, se volvía a levantar. Se pasaba las manos por el cabello, caminaba hacia la ventana, volvía. Miraba el reloj de la pared como si en cualquier momento fuera a congelarse para siempre. Todo dentro de él dolía.
Eliana lo observaba desde el sillón más cercano, aún un poco débil por la sangre que había donado, pero firme. Sus ojos, aunque agotados, seguían transmitiendo calma, como si quisiera anclar a Isaac con su sola presencia.
Pero él estaba lejos de ser anclado. Se sentía naufragar.
Apretó los dientes mientras la imagen de María José, llena de sangre en sus bra