Eliana, con las manos temblorosas y el rostro desencajado por la desesperación, marcó el número de su padre mientras su corazón martillaba con fuerza contra su pecho. Caminaba de un lado a otro por la habitación, buscando una explicación, algo que pudiera darle sentido al vacío aterrador que se había instalado en su hogar. Cada rincón de la casa parecía susurrar la ausencia de Samuel. José Manuel no dejaba de mirar hacia la puerta, como si esperara que en cualquier momento el pequeño entrara corriendo, sonriendo, diciendo que todo era una broma pesada.
—¿Papá? —la voz de Eliana sonó quebrada, casi inaudible—. ¿Dónde estás? ¿Por qué te demoraste tanto?
La voz del señor Álvarez respondió al otro lado, un poco apagada por la hora, pero con una nota inmediata de alerta al notar el tono de su hija.
—Estaba muy dormido... ¿Pasó algo? ¿Por qué estás así?
—¿Le contaste algo a mamá? ¿Le dijiste lo que hizo? —preguntó Eliana, entre rabia y desesperación, conteniendo a duras penas el llanto.
Hub