El reloj en la pared avanzaba sin compasión. Tic… tac… tic… tac…
Isaac no lo miraba, pero lo escuchaba. Cada segundo parecía gritarle que el tiempo se agotaba, que debía irse, que su momento junto a ella había terminado.
Pero ¿cómo irse?
¿Cómo abandonar esa sala blanca, aséptica, donde su corazón yacía conectado a máquinas?
María José seguía inmóvil, pero él no había dejado de hablarle. A ratos en voz baja, a ratos con la mirada, a ratos simplemente respirando junto a ella, como si pudiera infundirle vida a través del aire compartido.
Acariciaba su mano con una devoción que solo alguien profundamente enamorado podía entender. Le había hablado de Gabriel, del cielo que le gustaba mirar, de las caminatas que les quedaron pendientes, del anillo que compraría, de cómo sería verla vestida de blanco. Le habló de su miedo, de su culpa, de su amor. Y aunque ella no respondía, él sentía que algo en su alma lo escuchaba. Que no estaba solo allí.
Pero entonces, una figura se movió en el umbral.