Un mes. Treinta días. Setecientas veinte horas desde aquella tarde en que la vida de María José pendió de un hilo.
El hospital se había convertido en su segundo hogar, uno con paredes blancas, ventanas cerradas y luces frías que no conocían de emociones. Pero poco a poco, su cuerpo comenzó a responder, su espíritu a fortalecerse, y su corazón… ese aún dolía, pero ya no sangraba.
Isaac había estado allí, cada día, cada noche. Incluso cuando ella dormía, él la acompañaba en silencio, leyendo, trabajando desde su portátil, hablándole en susurros como si su voz fuera un puente para mantenerla en el presente.
La mañana se filtraba cálida por la ventana de la habitación. María José estaba sentada en la cama, con una manta sobre las piernas y una taza de té entre las manos. Isaac leía en silencio junto a ella, cuando el golpeteo suave en la puerta los hizo levantar la mirada.
—¿Se puede? —preguntó el doctor Mejía con una sonrisa amable, seguido por una enfermera y una doctora más joven.
—Cla