El sonido de la puerta cerrándose detrás de ellos quedó suspendido en el aire, como el eco final de algo que dolía demasiado.
José Manuel tomó aire. Le temblaban los dedos cuando abrió la puerta del auto. Samuel no dijo una palabra. No lo miraba. Solo caminaba con pasos lentos, sin energía, como si cada movimiento costara más que el anterior.
Ambos subieron sin mirarse. José Manuel encendió el motor, pero no arrancó de inmediato.
Lo miró por el retrovisor. Samuel se había acomodado solo en el asiento trasero, del lado opuesto a su padre. Iba con la vista fija hacia la ventana, los brazos cruzados, el cuerpo rígido.
—¿Estás bien? —preguntó José Manuel, con voz baja.
Samuel no respondió.
José Manuel bajó la mirada. Apretó el volante con fuerza. No insistió. Sabía que no era el momento de forzar palabras que no estaban listas para salir.
Finalmente, puso en marcha el auto.
El camino de regreso fue silencioso, denso. Cada calle que dejaban atrás parecía más apagada que la anterior. El rui