El sol apenas comenzaba a colarse por la ventana del cuarto donde Samuel había estado durmiendo estos últimos días. Las cortinas no lograban detener del todo la claridad que ya pintaba las paredes de un tono cálido y suave. José Manuel, de pie en la entrada del cuarto, observaba a su hijo sentado al borde de la cama, todavía en pijama, con la mirada fija en el suelo.
—¿Puedo pasar? —preguntó con cautela.
Samuel no contestó. Solo asintió sin mirarlo.
José Manuel caminó despacio hasta sentarse a su lado. Había algo distinto en su hijo esa mañana… algo que le apretaba el pecho.
—Samuel —comenzó con voz tranquila, aunque por dentro se sentía como si caminara sobre cristales rotos—. Hoy nos iremos de aquí. Ya no hay razón para quedarnos.
Samuel levantó la mirada con los ojos vidriosos.
—No quiero irme.
—Lo sé… —susurró José Manuel, con un nudo en la garganta—. Pero ya no podemos quedarnos. Esta casa no es nuestra. Eliana… merece tener su espacio, su tranquilidad.
—¡Pero yo quiero vivir con