El aroma de las rosas impregnaba la sala como una caricia suave. Había ramos en cada rincón: blancos, rojos, rosados. Cada flor parecía un símbolo de amor, de esperanza, de segundas oportunidades. María José caminaba lentamente por el pasillo, con una bata ligera y una sonrisa que, aunque cansada, era genuina. La felicidad de volver a casa le iluminaba los ojos, y a su lado, Gabriel no dejaba de abrazarla.
—¡Mami, mami, mira las flores! —gritaba el niño, tomando su mano—. ¡Hay muchas! ¿Las pusieron por ti?
Ella asintió, tocándose el pecho con emoción.
—Sí, mi amor… por nosotros.
Eliana la seguía de cerca, asegurándose de que no tropezara, atenta a cada paso. Había en sus ojos un brillo sincero, pero también una sombra. Desde que María José había llegado, el ambiente estaba lleno de sonrisas, pero también de silencios entrecortados, miradas que evitaban encontrarse y palabras que morían en la garganta antes de ser pronunciadas.
José Manuel estaba en la cocina, fingiendo revisar algo en