La mañana había amanecido con un extraño silencio, como si la casa misma presintiera lo inevitable. El sol se filtraba tímido entre las cortinas, iluminando de forma tenue la sala que hasta hacía pocas horas albergaba risas, pasos, juegos y alguna que otra conversación incómoda.
Eliana salió del cuarto donde Samuel se había estado quedando. Lo había acompañado a recoger las últimas cosas que aún estaban dispersas: un libro sobre el buró, su osito de peluche olvidado bajo la almohada, y una chaqueta que había dejado colgada en la silla.
No había hablado mucho. Apenas le había acariciado el cabello con suavidad y le había dicho que bajaría primero.
Ahora estaba ahí, parada cerca del marco de la puerta, observando desde la sala cómo José Manuel le ayudaba a Samuel a colocarse la mochila. El niño tenía el rostro apagado, sus labios apretados con fuerza y los ojos húmedos, pero se esforzaba por no romperse. Se notaba que se aferraba al último hilo de valentía que le quedaba.
Eliana no dijo