Habían pasado tres semanas desde la operación de Isabella. Cada mañana, verla correr por el jardín junto a la pequeña perrita Roberta era el mejor regalo que la vida podía darme. Sus risas llenaban el aire, y cada paso firme que daba era una señal de esperanza. El doctor había dicho que su vista mejoraba día a día, y yo podía confirmarlo: Isabella ya reconocía colores, formas, sombras… hasta el rostro de las personas.
Mientras la observaba desde el balcón, noté a Fiorella al fondo del jardín, sentada sobre el césped, con su vestido claro y el rostro hundido entre sus rodillas. La boda sería mañana, y aunque trataba de disimularlo, su cuerpo entero temblaba de nervios. Bajé las escaleras y me acerqué despacio.
—Fiorella —dije en voz baja, sentándome a su lado—. ¿Estás bien?
Ella levantó la mirada. Sus ojos verdes estaban vidriosos.
—No lo sé, Giulia. Supongo que sí. Solo… trato de convencerme de que hago lo correcto.
—Fiorella si no deseas esto, no debes hacerlo.
Fiorella suspiró.
—Sé