DANTE
Desperté con la boca seca y un sabor a metal en la lengua. Lo primero que vi fue el techo de la cabaña: tablones oscuros, un haz de luz que se colaba por una rendija, y el rostro de Aurora inclinándose sobre mí como la luna sobre un mar en calma. Sus ojos se abrieron como dos faroles cuando captó mi mirada.
—Señor… ha despertado —dijo con la voz quebrada, aliviada—. Está vivo.
La venda en el pecho me apretaba como una coraza de frío. Alcé la mano instintivamente, la presioné contra la tela y sentí el latido: fuerte, obstinado —mi latido— y, al mismo tiempo, la presencia vana de aquello que alimenta este cuerpo y me traiciona. Recordé fragmentos: humo, vidrios, el ruido de las balas; una sombra, un disparo. Luego, la oscuridad.
Pregunté por Giulia antes de saber si debía hacerlo. La palabra salió con la urgencia de quien necesita una respuesta que justifique o destruya todo lo demás.
—¿Dónde están? —mi voz fue un filo.
Aurora cambió los paños en mi frente sin soltar la