DANTE
Nunca me ha gustado que me hagan perder el tiempo, y mucho menos que me lo hagan perder con estupideces. Mientras Marco conducía y los demás hombres seguían detrás de nosotros, la furia hervía dentro de mí como pólvora a punto de estallar.
El lado sur era mío, siempre lo había sido, y que unos forasteros creyeran que podían arrancármelo con amenazas era una ofensa que no pensaba tolerar.
Cuando llegamos al bar, la fachada me pareció casi ridícula: un local cualquiera, con las luces mortecinas y el olor a sudor rancio que se filtraba incluso hasta afuera. Pero lo que se cocía ahí dentro no era una simple riña. Era un desafío directo.
Uno de mis hombres, encargado de esa zona, se me acercó con la cara desencajada.
—Don Moretti… Ian está ahí dentro. Entró furioso, quiso enfrentarlos y todo se salió de control. Tienen a varios de los nuestros amarrados. Y ahora… piden que usted retire a los Moretti de la ciudad. Si no, los matarán.
Lo miré con frialdad, y por dentro sentí cómo la