La cocina.
Mi único respiro.
El vapor del caldo burbujeando, el crujido de las verduras al picarlas, el aroma envolvente del ajo y la albahaca... Todo eso era mío. A pesar del infierno que se vivía en esta casa, la cocina seguía siendo mi cielo. El único lugar donde mi corazón no latía con miedo, sino con pasión. Donde mis manos podían moverse sin temblar, donde aún conservaba el control de algo. Un refugio entre paredes silenciosas y ollas humeantes.
En esta casa nadie era libre, pero yo encontraba un pedazo de libertad entre cuchillos bien afilados y cucharas de madera. Cada receta era un conjuro, una forma de sobrevivir. De recordarme que aún era humana. Que todavía existía algo en mí que no le pertenecía a Dante Moretti.
—¿Mamá?
La voz suave de Isabella me devolvió al presente. Me giré justo a tiempo para verla entrar. Sus manitas extendidas, tocando las paredes como si las estuviera leyendo en braille. Siempre tan valiente. Siempre tan fuerte, sin saberlo.
—Aquí estoy, mi amor —