La ciudad seguía creyendo que la noche era su aliada. No saben que la noche es mi oficina favorita: en la penumbra se miden voluntades, se estudian respiraciones y se coloca el último tornillo en la maquinaria del castigo.
Llegué al almacén antes del amanecer. Marco ya estaba allí, con café en la mano y la calma que le cabe. Le devolví el gesto con un asentimiento seco. El hombre que habíamos venido a desenredar esperaba en una sala pequeña: las manos esposadas, la mirada encendida por el pánico que no entiende la magnitud de lo que provocó. El que llamaban “el hombre de Marsella” era, en realidad, un nodo: nunca el cerebro supremo, pero sí el intermediario que podía abrir puertas y cerrarlas con un gesto.
—Trajo pruebas —dije sin rodeos—. Lo que diga ahora, ya está registrado.
Marco me miró un segundo, luego se volvió hacia el interrogado.
—Él cree que puede negociar —susurró—. Que su familia lo salvará.
Sonreí con dureza. Mi paciencia para los juegos de negociación era mínima. Había