El motor aún estaba caliente cuando Sebastián apagó las luces del coche. Afuera, la carretera se perdía en la oscuridad, y solo el murmullo lejano del viento rompía el silencio. Yo seguía temblando, con los dedos crispados contra el asiento.
Él me miró largo rato, con esa intensidad que me hacía sentir desnuda incluso vestida.
—Mírame, Ana —dijo con voz grave.
Obedecí. Sus ojos estaban oscurecidos por la rabia de la persecución, pero debajo había algo nuevo: preocupación genuina.
—No tienes idea de lo cerca que estuve de perderte —susurró.
Tragué saliva.
—Yo… pensé que era el final.
—No lo fue —replicó, inclinándose hacia mí—. Y mientras yo respire, no lo será.
Me tomó de la mano y la apoyó contra su pecho. Sentí su corazón latiendo desbocado, no con frialdad calculadora, sino con un fuego que me envolvía.
—¿Escuchas eso? —preguntó.
Asentí.
—Está igual que el mío —confesé, con voz temblorosa.
Un silencio cargado se instaló entre nosotros. Mi cuerpo aún temblaba por el miedo, pero en s