El apartamento era un refugio silencioso, casi asfixiante. Apenas amanecía y yo no había pegado un ojo. Sebastián dormitaba en una silla, con la chaqueta sobre los hombros, la pistola —sí, una pistola— descansando sobre la mesa de centro como si fuera un adorno cotidiano.
Me quedé mirándola. Brillaba bajo la luz tenue de la lámpara, demasiado real. En ese momento entendí algo: Sebastián no era solo el hombre de las pruebas, de los archivos y los planes inteligentes. Era alguien que vivía preparado para una guerra que yo apenas estaba comenzando a entender.
Al sentir mi mirada, abrió los ojos.
—¿Asustada? —preguntó, con voz grave.
—No sabía que también jugabas con armas —murmuré.
Se incorporó despacio, tomó la pistola y la guardó en el interior de su chaqueta.
—Cuando enfrentas a un hombre como Julián, necesitas más que documentos.
Tragué saliva.
—¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?
Me sostuvo la mirada. En sus ojos no había duda, solo una sombra dura.
—Hasta donde haga falta.
Ese m