No cerré los ojos en toda la noche. Cuando Julián se levantó al amanecer, fingí seguir dormida. Escuché cada movimiento: la ducha, el sonido de su corbata ajustándose, el chasquido de la hebilla de su cinturón.
El beso en mi frente fue automático, sin calor.
La puerta se cerró y mi corazón comenzó a golpear como un tambor.
Me vestí a toda prisa y salí diez minutos después. Mi auto estaba estacionado unas cuadras más allá, oculto tras un árbol. Encendí el motor y lo esperé. A los pocos minutos lo vi: traje oscuro, maletín en mano, esa postura recta que siempre lo hacía parecer intocable.
Lo seguí a distancia, cuidando de no acercarme demasiado. El tráfico de la ciudad era mi aliado; los semáforos y los coches entre nosotros me daban respiro.
Primero se dirigió a su oficina. Estacionó, entró al edificio y permaneció allí alrededor de una hora. Pensé que quizás todo había sido producto de mis miedos… hasta que lo vi salir de nuevo.
No llevaba maletín.
No parecía un día de trabajo.
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