La mañana transcurrió en un silencio extraño. Julián salió temprano, con esa serenidad ensayada que me erizaba la piel. Apenas la puerta se cerró, me derrumbé en la mesa de la cocina, con las manos temblando.
No podía dejar de pensar en lo que había visto en el edificio de residencias: su mano sobre la de ella, la complicidad en sus risas. Clara ya no era un nombre en notas o mensajes… era carne y hueso.
A media tarde, el timbre sonó.
Me sobresalté. Miré por la mirilla. Una mujer esperaba frente a la puerta. Cabello castaño recogido en una coleta, abrigo claro, una sonrisa tranquila que no alcanzaba sus ojos.
El aire se me atascó en la garganta.
Clara.
Abrí apenas unos centímetros.
—¿Sí?
—Ana Paula, ¿verdad? —Su voz era suave, musical, casi amable.
Asentí, incapaz de articular palabra.
—Soy Clara. —Lo dijo con la naturalidad de quien se presenta en una reunión social.
Sentí que las piernas me flaqueaban. Abrí un poco más, dudando.
—¿Qué… qué haces aquí?
Ella sonrió con dulzura.
—Neces