La cabaña estaba envuelta en un silencio cargado de presagio, la tensión palpable como una cuerda al límite de romperse. Lia los observaba, sus manos temblorosas, incapaz de detener lo que sabía que iba a suceder. Los ojos de Dorian se fijaron en la distancia, donde se encontraba Craven destilando arrogancia en su postura.
—Hemos vuelto por nuestro rey —pronunció Craven, pero su tono era gélido como un filo y cargado de ironía. Dorian sabía por qué estaba ahí.
Dorian se deslizó hacia él con la calma de un depredador al acecho, la mandíbula apretada y los hombros rígidos como acero forjado. Cada paso seguro era un aviso sombrío de que la muerte podía estar contenida en su avance, lista para estallar en cualquier momento.
—Finalmente has reunido la valentía para enfrentarte a mí y reclamar lo que tanto anhelas… mi poder, ¿cierto? Pero nunca fuiste y nunca serás más que un vil traidor.
Craven sonrió con una malicia amarga.
—¿Traición? —repitió, ladeando la cabeza, mostrando sus colmillos