Los días habían comenzado a correr con una calma engañosa, como si el bosque mismo contuviera la respiración antes del inminente rugido de la guerra.
Los lobos entrenaban desde el amanecer, sus movimientos precisos resonaban como un solo latido en la tierra húmeda. Cassian se movía entre ellos, impartiendo órdenes con voz firme, su figura erguida y poderosa destacando entre la neblina matinal.
Lia los observaba desde una de las colinas, rodeada de los niños de la manada que recogían flores silvestres para adornar las cabañas. Sus risas eran un respiro en medio del caos que se avecinaba.
Una mujer de rostro sereno se acercó a ella con un ramo de lavandas.
—Dicen que traen paz —comentó, colocándolas en sus manos.
Lia sonrió, sintiendo la fragancia dulzona elevarse en el aire frío.
—La necesitamos —susurró, acariciando las flores con los dedos.
Su mirada regresó a Cassian. Los rayos del sol se filtraban entre los árboles y delineaba los músculos de su espalda bajo la camiseta húmeda.
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