El día había transcurrido con la lentitud engañosa de un reloj de arena, una quietud que no era más que la calma antes de la tormenta. Y Lia lo había presentido, su vientre, la brújula de su terror, se había tensado con cada hora.
La rutina, vestida de normalidad, era el único escudo contra la ansiedad. Lia pasó las horas cerca de la ventana. Cassian y Dorian se mantuvieron cerca, aunque el uno entrenaba a su manada y el otro planeaba la defensa, sus miradas regresaban a ella como agujas a un imán.
El atardecer cayó sobre el bosque con un manto de fuego y oro, una belleza cruel. La cabaña se inundó de un resplandor melancólico, presagiando el final de otro día y, quizás, el final de su paz.
Cuando Cassian y Dorian regresaron, el aire estaba cargado, más pesado que la humedad. Los tres se movieron en la cocina con una sincronía forzada, como si la cena fuera un ritual cuya interrupción desataría el caos.
—No me gusta esta quietud —comentó Lia, sintiendo un escalofrío que no fue provoca