El carmesí en las iris de Dorian poseía un fulgor ardiente que mantenía a Lia encadenada a la pared. Ella apenas podía respirar, sentía el muro helado en su espalda y el calor abrasador de su furia frente a ella, pero también algo más.
Lia pudo percibir un rastro de dolor que le apretó el pecho.
—Dorian, no… —murmuró con un ligero temblor.
La mandíbula de Dorian se apretó y una mezcla de rabia interna y culpa lo azotó como una oleada indómita.
—Incluso siendo una bestia sedienta de sangre… nunca te haría daño —su voz, ronca y aún impregnada de ese gruñido animal, desgarró el silencio.
La frase cayó como un trueno en la penumbra. Lia lo miró, el corazón latiendo con fuerza. Sus palabras parecían reales, y aun así, la mirada destilando rabia y hambre le provocaron un escalofrío helado.
Dorian apretó los puños. El cuerpo entero le temblaba, no por debilidad, sino por la furia contenida, por los celos que lo habían empujado a ese abismo.
—¿Pensabas huir con él? —escupió de repente, con vo