El aire tenía una mezcla de hierro y desesperación, se sentía denso, casi palpable. Era un hedor pesado y metálico, que se mezclaba con el frío húmedo de los muros subterráneos.
Lia avanzó con pasos inseguros, el corazón latiéndole salvajemente en el pecho, mientras sus ojos intentaban acostumbrarse a la penumbra apenas iluminada.
No tardó en comprender dónde estaba.
A cada lado del pasillo, se alzaban celdas de hierro y en su interior… humanos. Algunos dormían con los brazos colgando como muñecos de trapo. Otros murmuraban apenas, cosas que Lia no llegó a entender, perdidos en un estado de debilidad.
El estómago de Lia se revolvió. Cada celda era un espejo del infierno. Algunos cuerpos estaban tan delgados que apenas parecían sostenerse, otros mostraban marcas de colmillos hundidos una y otra vez en la carne, cicatrices viejas y algunas mordidas más recientes.
Se cubrió la boca con una mano, ahogando un grito. No podía mirar sin que la rabia y la compasión la desgarraran.