La presión de la mano de Craven sobre la boca de Lia era sofocante, como un grillete invisible que apagaba todo intento de gritar. Sus ojos se abrieron con un terror helado, encontrándose con la mirada cruel de aquel vampiro que la observaba desde las sombras.
Por un instante, su mente quiso creer que todo era un mal sueño, una pesadilla nacida del cansancio y del miedo acumulado. Pero el terror que le oprimía el pecho era real, tan real como el brillo malicioso en los ojos de Craven.
—Shhh… —murmuró él, su voz áspera como un filo arrastrándose sobre piedra—. Grita y no vivirás para ver el amanecer.
Lia intentó resistirse, pero la fuerza que la inmovilizaba era implacable. El corazón le golpeaba el pecho con ferocidad, retumbando en sus oídos.
Craven la levantó con una facilidad monstruosa y la condujo fuera de la habitación. El corredor estaba casi sumido en penumbras, apenas iluminado por los candelabros.
Cada sombra parecía cerrarse sobre ella, cada eco de sus movimientos res