La tarde había caído sobre Londres con la suavidad melancólica de una lluvia tenue. El viento golpeaba los ventanales de la casa de los Rothwell, y el olor a tierra mojada se filtraba por los corredores. Emma estaba en la sala, con una taza de té humeante entre las manos, intentando ignorar el peso de sus pensamientos.
Llevaba días sin responder del todo los mensajes de Harry. A veces escribía un “estoy bien”, otras simplemente dejaba sus notificaciones sin abrir. No era que quisiera alejarlo, pero cada vez que pensaba en él, una punzada de culpa le atravesaba el pecho. Sabía que tarde o temprano tendría que decirle la verdad, pero… ¿cómo hacerlo? ¿Cómo confesarle que ese hijo que crecía dentro de ella era suyo, después de todo lo que había pasado?
El sonido del timbre la sacó de sus pensamientos. Evelyn, la nana, apareció en el marco de la puerta y le sonrió.
—Querida, hay visita. Son dos doctores.
Emma arqueó una ceja.
—¿Doctores?
—Sí, vienen a ver a Violeta.
El corazón de Emma se ac