El aire frío de la mañana londinense rozaba la piel como una caricia inquieta. Los muros del tribunal, que unas horas antes habían contenido tensión, ahora guardaban un silencio solemne. Violeta salió despacio, sosteniendo su bolso contra el pecho, con el corazón latiendo con fuerza. No era miedo, sino una mezcla de alivio y confusión.
A su lado, Ethan caminaba en silencio. El joven parecía distinto: su postura encorvada, los ojos enrojecidos, la voz apagada. Había testificado, se había redimido de alguna manera, pero el peso de lo hecho aún lo aplastaba.
Cuando ambos cruzaron la calle, Violeta se detuvo frente a un pequeño café. El aroma del pan recién horneado los envolvió, y sin pensarlo mucho, lo invitó a sentarse. Ethan aceptó con una ligera inclinación de cabeza.
Durante unos segundos, ninguno habló. El murmullo de las conversaciones cercanas se mezclaba con el golpeteo de las tazas. Finalmente, fue ella quien rompió el silencio.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó, sin rodeos—. ¿Po