No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la conciencia regresó a pedazos. El primer sonido que escuchó fue el goteo de agua en algún lugar cercano. El segundo, el zumbido del aire acondicionado. El lugar era desconocido. Una habitación de hotel con las cortinas corridas y un olor a perfume barato mezclado con licor. Su cuerpo no le respondía bien. Quiso incorporarse, pero las manos temblaban. Un pánico silencioso comenzó a subirle por la garganta.
—Despierta… —dijo una voz masculina, grave, cargada de un tono que helaba la sangre.
El hombre estaba allí, sentado en el borde de la cama, observándola con esa calma perversa que solo se ve en los ojos de alguien que no tiene culpa. Violeta sintió cómo la respiración se le aceleraba. Intentó hablar, pero la lengua no le obedecía. Su mente estaba nublada, la conciencia flotaba entre la vigilia y el sueño.
—No grites —dijo él—. Nadie vendrá, aunque lo hagas.
El corazón le golpeaba el pecho. Intentó moverse, pero las piernas no respondían. U