El cielo se había oscurecido con un velo de nubes bajas cuando Violeta y Emma llegaron a la mansión. La lluvia golpeaba el parabrisas con insistencia, y el aire olía a tierra mojada, a calma después de una tormenta que no terminaba de irse.
Emma se mantenía en silencio, con la mirada fija en el suelo. Su maquillaje se había corrido y el cabello, empapado, caía desordenado sobre su rostro. Violeta estacionó el auto y salió para abrirle la puerta.
—Vamos —le dijo con suavidad—. Estás a salvo ahora.
La llevó hasta la habitación de huéspedes en el segundo piso, aquella que daba al jardín y tenía una lámpara de luz cálida junto al ventanal. El sonido de la lluvia allí dentro se oía distinto, casi como un suspiro constante.
—Puedes quedarte cuanto quieras —dijo Violeta mientras colocaba las maletas a un costado de la cama. Emma la miró, con los ojos rojos e hinchados.
—Gracias, Vi… De verdad, no sé qué habría hecho sin ti.
—No tienes que agradecerme —replicó ella con ternura—. Somos amigas,