Brian, cegado por la rabia y el dolor de sentirse derrotado, apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. Con un rugido de furia, lanzó un puñetazo directo hacia Antonio, como si en ese golpe descargara toda su frustración.
Pero Antonio, con la frialdad de quien sabe dominar a su enemigo, lo esquivó con un movimiento limpio, casi elegante. Y en respuesta, descargó un golpe seco y certero contra la quijada de Brian. El impacto resonó en el pasillo, un chasquido brutal que hizo que la cabeza de Brian se girara con violencia antes de que su cuerpo cayera de rodillas al suelo.
Un hilo de sangre se deslizó por la comisura de sus labios. Humillado, indignado, se llevó la mano al rostro y se limpió la sangre con torpeza. Sus ojos ardían de ira y desesperación mientras volvía a incorporarse, tambaleante, pero negándose a aceptar la derrota.
—¡Aléjate de mi esposa! —escupió con voz rota, la mirada clavada en Antonio como un animal herido—. ¡Devuélvemela!
Antonio arqueó una