El timbre de la mansión Han sonó con una resonancia grave y familiar que a Carmen Méndez le trajo un torrente de recuerdos. Ajustó sus gafas de sol y se enderezó el conjunto de chaqueta y falda en tonos marrón pastel, sintiendo una mezcla de anticipación y una punzada de antigua intimidación.
La puerta de roble macizo se abrió para revelar a la Señora Ahn, tan impasible y eficiente como Carmen la recordaba. El tiempo parecía no haberla tocado.
—Señora Méndez —saludó con una inclinación de cabeza—. La Señora Han la espera en el jardín. Por favor, sígame.
Carmen cruzó el umbral y sintió que el tiempo se doblaba. El vestíbulo era el mismo. El olor a cera de abejas y madera pulida, es idéntico. Sus ojos, ávidos, recorrieron el espacio: la gran escalera de caracol, el retrato de los Han que aún colgaba en el mismo lugar, los jarrones de porcelana Ming en sus nichos habituales. Nada había cambiado. Era como si la casa estuviera encapsulada en ámbar, resistiéndose ferozmente al paso de los a