Decidí arriesgarme a dejar sueltos los caballos, que parecían a gusto en aquel rincón del pueblo desierto, y me encaminé a la casa del cazador.
Allí encontré a Finoa dormitando con la cabeza apoyada en el jergón donde el príncipe dormía. Tea y Marla molían dagda con los morteros en sus regazos, sentadas lado a lado en el banco bajo la ventana del comedor, conversando en susurros como las viejas amigas que eran.
La dagda limpió completamente la herida y la sangre del príncipe ese mismo día, y Marla lo suturó al anochecer. A partir de entonces, su recuperación fue rápida.
A pesar de todo, pasamos cinco días más en el pueblo abandonado. Días tranquilos al extremo de ser aburridos.
Cuando el príncipe estuvo en condiciones de comenzar a comer, Finoa no precisaba alejarse más de dos o tres calles para cazar liebres o un zorro, porque los animales silvestres comenzaban a arriesgarse a explorar el pueblo.
Marla y Tea se turnaban para cuidar al príncip