+18 En un mundo desgarrado por los enfrentamientos entre lobos y vampiros, una humana deberá hallar su lugar, descubrir la identidad del hombre que ama y decidir si su amor es motivo suficiente para arriesgar su vida. Marcada antes de nacer, no es fácil para Risa verse como un inmortal viviendo en las tierras de sus enemigos seculares, los lobos. Hasta que una situación inesperada la lleva a cruzar caminos con uno de los señores del Valle, que desafiará las estrictas leyes de su pueblo para iniciarla en los secretos del amor, en preparación del día en que puedan anunciar su unión. Pero la única forma en la que pueden estar juntos es que Risa tenga los ojos vendados, sin verlo en su forma humana hasta el día de su compromiso. ¿Lograrán superar los incontables obstáculos que los separan? ¿O las diferencias entre ellos se impondrán a sus sentimientos y esperanzas?
Leer más**Bienvenidos al primer libro de la serie.
Para quienes suelen leer sobre hombres lobos, sepan que esta historia no sigue las tropes comunes del género. Así que estan todos invitados a conocer este mundo diferente y mi propia versión muy libre del mito griego de Eros y Psyche**
* * *
El eco distante de cascos al galope perturbó el profundo silencio que inundaba la pradera. Aquel vasto mar de hierba ondulaba en el frío viento del norte, que inclinaba las briznas en ondas continuas hacia los primeros árboles. El bosque descendía de las colinas que acotaban dela entrada al valle, atravesando la elevada planicie como un muro de sombras impenetrables. Las nubes flotaban sin prisa sobre la pradera, ocultando la luna y las estrellas.
Poco después, dos docenas de sombras superaron la última cuesta que llevaba a la pradera, figuras oscuras y tambaleantes corriendo a los tumbos en dirección al bosque.
—¡Allí está! —gritaron.
—¡Un esfuerzo más!
—¡No se detengan!
El grupo se precipitó hacia el extremo opuesto de la pradera, donde las sombras del bosque prometían refugio. Hombres y mujeres, y al menos media docena de niños. Sucios, lastimados, descalzos, el terror pintado en sus rostros. Los que iban solos se adelantaron en una carrera desesperada hacia los árboles. Las familias intentaban mantenerse unidas, llevando a los más débiles y jóvenes de la mano para que no quedaran atrás. Entre ellos, el herrero sujetó con fuerza los dedos de su esposa, que jadeaba con un brazo en torno al abultado vientre.
Tras ellos, el sonido inconfundible de los cascos subía por la cuesta, impidiéndoles detenerse.
Los jinetes no tardaron en irrumpir en la pradera. Eran una veintena, protegidos del frío por pesados mantos de lujosa confección, las claras cabelleras recogidas, para que el viento no las echara en sus rostros pálidos de belleza etérea. Sofrenaron sus cabalgaduras, llevándolas al paso hasta que los fugitivos llegaron a mitad de camino del bosque. Entonces, todos a una, empuñaron largas lanzas de plata y espolearon sus caballos.
Los fugitivos los oyeron e intentaron apresurarse, soltando gritos de alarma. Algunos tropezaron y cayeron, desapareciendo en el ondulante mar de hierba. Nadie se detuvo a ayudarlos. Ya no había tiempo. Los demás siguieron corriendo hacia el bosque sin mirar atrás, el terror atenaceándolos, los corazones a punto de estallar en los pechos, donde el aire helado de la noche parecía quemar sus pulmones.
Los jinetes se lanzaron sobre ellos como una exhalación. Algunos se entretuvieron ultimando a quienes cayeran, que intentaban ocultarse entre la hierba o incorporarse para seguir corriendo. La mayoría de ellos continuó la persecución. Sus lanzas alcanzaban a los fugitivos, derribándolos aún con vida. Entonces, los jinetes saltaban de sus monturas sin molestarse por sofrenar sus caballos y se abatían sobre los caídos. Los gritos de agonía se mezclaron con los chasquidos de filosos colmillos hundiéndose en la carne que aún palpitaba.
De pronto, una docena de sombras enormes surgieron bajo los árboles. La luna asomó entre las nubes por un momento, iluminando los grandes lobos, del tamaño de toros, que corrían a largos saltos hacia la carnicería en medio de la pradera.
Algunos fugitivos vacilaron al verlos, y su vacilación los hizo presas fáciles de los perseguidores. Los lobos los ignoraron para saltar sobre los caballos, derribándolos antes de entenderse con los jinetes.
En medio de aquella matanza, el herrero tironeó de la mano de su esposa para instarla a hacer un último esfuerzo. La leyenda era cierta: el bosque embrujado protegía la entrada al Valle de los Lobos, enemigos jurados del clan que acababa de masacrar a toda su aldea. Y la leyenda decía que quienes cruzaran el límite hallarían refugio, y la rara oportunidad de una vida pacífica a salvo de los inmortales.
Un paso tras él, su esposa soltó un gemido ahogado y trastabilló. Sabía que no llegaría mucho más lejos. Sus pies descalzos y lastimados resbalaban en su propia sangre, sus piernas se negaban a seguir sosteniéndola, el aire parecía no llegar a su pecho. Lo único que la empujaba a continuar era el bebé en su vientre, que nacería en cualquier momento. Entonces sintió que un ardor lacerante le atravesaba el hombro derecho, y vio con incredulidad alucinada la pálida vara que surgió de su propia carne, yendo a clavarse en la tierra frente a ella y deteniéndola con un tirón desgarrador.
El herrero advirtió que la mano de su esposa se escapaba entre sus dedos y oyó su grito de dolor. Retrocedió horrorizado, hallándola prisionera en la lanza del jinete, que saltó sobre ella antes que él llegara a su lado.
Su esposa había caído de rodillas, todavía aferrándose el vientre, los ojos turbios alzados hacia él, el rostro descompuesto en una mueca de dolor y desesperación. El jinete se situó tras ella con sonrisa aviesa. Le aferró la larga melena enredada y jaló violentamente hacia atrás, exponiendo el cuello a sus filosos colmillos, que se clavaron en la carne con fuerza.
—¡No! —gritó el herrero—. ¡Auxilio!
El espanto lo paralizó mientras el jinete bebía la sangre de su esposa, al mismo tiempo que el veneno de sus colmillos la paralizaba.
Hasta que un gemido de su esposa lo hizo reaccionar. Entones se abalanzó enloquecido sobre el jinete, empujándolo hacia atrás con todas sus fuerzas. Los colmillos desgarraron la carne de su esposa y la sangre manó de su herida, bañándole el pecho y los harapos que la cubrían. El jinete se irguió con una carcajada malévola y aferró al herrero por el cuello, alzándolo hasta que sus pies no tocaban el suelo. El herrero no se resistió. Sabía que era en vano.
Cerró los ojos esperando el golpe de gracia. En cambio, cayó al suelo junto a su esposa agonizante.
El lobo más grande de la manada peleaba con el jinete, que había desenvainado una espada corta.
El herrero se arrastró hacia atrás aterrorizado, intentando proteger a su esposa.
El lobo esquivó los lances y saltó sobre el jinete, cerrando las poderosas mandíbulas en torno a su cuello. Sacudió varias veces el cuerpo inerte entre gruñidos guturales, hasta que la cabeza del jinete se desprendió y cayó al suelo. Entonces soltó el cadáver, que se desplomó cubriendo a medias a la mujer y bañándola en su sangre.
El terror paralizó al herrero al ver que la gigantesca criatura se acercaba, la sangre del jinete aún goteando de su hocico. No se atrevió a resistirse cuando el lobo apartó el cadáver del jinete con su pata y bajó la cabeza hacia su esposa, que por algún milagro aún respiraba con estertores entrecortados.
La olió y gruñó, retrocediendo un paso. Entonces echó la gran cabeza hacia atrás y soltó un aullido largo, poderoso, que pareció golpear en el pecho al herrero. Cayó sentado hacia atrás y eso lo hizo reaccionar. Se echó de rodillas, la cara contra la tierra húmeda de sangre, las manos juntas en alto.
—¡Sálvalos, mi señor lobo! ¡Te lo ruego!—gimió.
Algo frío y húmedo tocó su sien y alzó apenas la cabeza. El lobo lo observaba con una mirada de inteligencia sobrenatural en sus ojos dorados.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡Toma mi vida! ¡Pero salva a mi esposa y a mi hijo!
Mientras hablaba, un nutrido grupo de hombres se acercó desde el bosque a todo correr. No quedaban rastros de los jinetes, más que un puñado de cuerpos decapitados y caballos que se alejaban solos al galope.
Los lobos se habían diseminado por la pradera, señalando la ubicación de los fugitivos que sobrevivieran la carnicería. Los hombres del bosque se separaban para ir al encuentro de los lobos, y pronto tres llegaron junto al herrero. Uno de ellos lo ayudaba a incorporarse cuando otro retrocedió, alejándose de su esposa amedrentado.
—¡Esta mujer fue mordida, mi señor! —exclamó—. ¡No podemos salvarla!
El lobo se volvió hacia él y emitió un gruñido profundo. Los hombres inclinaron la cabeza de inmediato y se apresuraron a levantar a la mujer moribunda. No retiraron la lanza que le atravesaba el hombro, para no provocar una hemorragia que la mataría de inmediato. El herrero los siguió a los tumbos, aturdido, incapaz de hablar o tan siquiera pensar, un temblor incontenible sacudiéndolo de pies a cabeza.
Tardaron lo que pareció una eternidad en atravesar el bosque. Al otro lado, a la sombra de los últimos árboles, se alzaba una aldea iluminada por antorchas, las callejuelas llenas de gente que iba y venía apresurada para recibir a los sobrevivientes.
La esposa del herrero fue conducida a una casa de techo bajo que apestaba a humo y hierbas medicinales. Una mujer desaliñada, la cabeza envuelta en tiras de tela de colores brillantes, los guió a depositarla en una pesada mesa de madera y luego los empujó hacia la puerta que acababan de cruzar.
—¡Fuera! —ladró.
Los hombres sujetaron al herrero y lo obligaron a ir con ellos. El gran lobo negro de ojos dorados entró cuando se disponían a salir. Los hombres inclinaron la cabeza con respeto y arrastraron al herrero de regreso a la calle.
—¡Quieto ahí! —lo regañó uno de ellos, deteniéndolo cuando intentó apartarlos para volver a entrar a la casa—. Tu esposa no verá la luz del día, pero tal vez la bruja y el Alfa puedan salvar a tu hijo.
Llegamos al final de la novela, pero no de la historia de Risa y Mael.La historia ya está publicada y terminada, y se llama EL ALFA DEL VALLE.Antes que nada, quería agradecerles de todo corazón por la paciencia, la constancia, el respaldo que le han dado a esta historia. Su inversión de tiempo y energía en leer los delirios de mi imaginación es un regalo invaluable que me hacen cada día. Por eso: gracias, gracias, ¡gracias!Muchísimas gracias por los votos y reseñas, también. ♥ ♥ ♥Me encantaría poder responder a todos los comentarios enseguida, pero desgraciadamente, la plataforma no me los muestra a menos que revise capítulo x capítulo cada día.Ahora sí, lo que sigue.Desde el principio supe que Valle terminaba cuando Risa descubría la identidad de Mael, y mientras escribía, me di cuenta que usar la primera persona, combinado con la situación de Risa en la historia, me limitaba muchísimo.Por eso, El Alfa del Valle cuenta la historia desde Mael, para enterarnos todo lo que Risa n
Creí que dormir en sus brazos alejaría las pesadillas, pero no fue así. Y esa noche volvieron a mutar, agregando un nuevo elemento tan descabellado y tortuoso que sólo ahondó el horror. Porque ahora Bardo llegaba a posarse en el hombro del Alfa cuando terminaba de estrangular a Tea. Entonces le daba mi mensaje de viva voz y el Alfa venía por mí colgándose del cuello el cordón de cuero con mi mensaje escrito. Y me estrangulaba así, con mis palabras para el lobo rozando su pecho, la misma sonrisa malévola de siempre en sus labios. Y en el instante mismo en que yo estaba a punto de exhalar mi último aliento, flexionaba el brazo con el que me sujetaba y me atraía hacia él. —Te amo —decía con la voz del lobo, y terminaba de estrangularme mientras me besaba. Por algún milagro desperté sin gritar como solía. Temblaba acurrucada contra el lobo, que dormía profundamente a mi lado. Me alegró que los caprichos enfermos de mi imaginación no hubieran perturbado su sueño también.<
La emoción me había quitado el apetito, y me aseé con agua apenas tibia en mi impaciencia. Ignoraba a qué hora vendría, pero no me importaba esperarlo toda la noche. Vestí el enagua que él me regalara y se me ocurrió colgar la ancha cinta bordada que Aine me diera del pestillo del panel, del lado de la escalera. Regresaba hacia las sillas frente al hogar, la cinta negra para cubrirme los ojos lista en mis manos, cuando escuché sus pasos apresurados bajar la escalera. Terminé de atar la cinta al mismo tiempo que el panel se abría. Me volví hacia él sonriendo, estremecida de felicidad. Un instante después estaba en sus brazos y nos besábamos con ímpetu compartido. Sólo en ese momento cobré cabal conciencia de cuánto me había pesado su ausencia. Me estrechó agitado, apretando mi cabeza contra su pecho, y permaneció inmóvil y silencioso por un largo momento. —Oh, amor mío… —murmuró luego, y su acento tembloroso me sorprendió—. Oh, mi pequeña. ¡Te he echad
Me demoré en las estancias de la reina hasta el ocaso, y esas horas con ella parecieron aflojar el pesado yugo del trauma del que aún no lograba librarme por completo. Después de prometer que respondería todas mis preguntas sobre los vampiros cuando los lobos partieran para la ofensiva, se entretuvo hablándome del cuervo. Me explicó cómo cuidarlo y cómo consentirlo para fortalecer su vínculo conmigo. También me explicó con sonrisa cómplice cómo hacer para enviarle unas pocas palabras escritas al lobo en el norte. —Y con respecto a tus sueños, hay algo que puedes hacer —dijo cuando nos despedíamos—. No los combatas, no los sufras. Pregúntate más bien qué es lo que intentan decirte. Tal vez es la única manera que tiene tu mente de mostrarte algo que sabes, pero que en la vigilia te niegas a enfrentar. —Sí, Majestad —murmuré. Apoyó su mano en mi mejilla y me obsequió una última sonrisa. No me costó devolvérsela. —Que Dios te bendiga, querida Risa
—¿Puedo ofrecerte un té, para que no te duermas mientras me escuchas? Acepté riendo por lo bajo. Las damas aparecieron como si hubieran estado esperando ocultas tras los cortinados, nos sirvieron té con pastel de manzana y volvieron a dejarnos solas. El atlas que trajo una de ellas era mucho más voluminoso que el que me regalara Brenan, y los mapas ocupaban dos páginas, aún más artísticos y detallados. Me mostró uno en el que el Valle no era más que un punto que buscó con la yema de su dedo, y desde allí movió su mano hacia el norte y hacia el este hasta la esquina de la página vecina, más allá de cadenas montañosas y anchos ríos. —Ésta es Saja, nuestra tierra de origen, en los bosques y montañas junto al gran río Elyu-Ene —dijo con acento grave—. Tan al norte que el sol no se pone en verano y apenas asoma en invierno. Tan al este que el día se hace allí muchas horas antes que aquí. Giró el atlas hacia mí y me incliné para admirarlo mien
Las lágrimas de rabia, de impotencia, de espanto, desbordaron mis ojos antes que terminara de hablar. Los cerré con los dientes apretados, obligándome a seguir respirando hondo, al menos hasta que superara el ardor en el estómago y los escalofríos que me estremecían de pies a cabeza. Oí que la reina se revolvía en su silla. Lo último que esperaba era que me tomara una mano entre las suyas y me acariciara la mejilla con ternura. —Tienes razón —susurró conmovida—. Ya lo creo que tienes razón. ¿Qué necesitas, pequeña? ¿Cómo puedo ayudarte? Intenté enjugar mis lágrimas encogiéndome de hombros. —No lo sé, Majestad. A menos que tengas una fórmula mágica para borrar los recuerdos, imagino que sólo puedo dejar que pase el tiempo, y rezar para que mitigue el miedo y la repulsión que me acosan desde esa mañana. Se echó un poco hacia atrás en su asiento, el ceño fruncido. —¿Miedo? ¿Repulsión? —repitió en un hilo de voz. —Lo lamento tanto,
Último capítulo