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Me demoré en las estancias de la reina hasta el ocaso, y esas horas con ella parecieron aflojar el pesado yugo del trauma del que aún no lograba librarme por completo.

Después de prometer que respondería todas mis preguntas sobre los vampiros cuando los lobos partieran para la ofensiva, se entretuvo hablándome del cuervo. Me explicó cómo cuidarlo y cómo consentirlo para fortalecer su vínculo conmigo. También me explicó con sonrisa cómplice cómo hacer para enviarle unas pocas palabras escritas al lobo en el norte.

—Y con respecto a tus sueños, hay algo que puedes hacer —dijo cuando nos despedíamos—. No los combatas, no los sufras. Pregúntate más bien qué es lo que intentan decirte. Tal vez es la única manera que tiene tu mente de mostrarte algo que sabes, pero que en la vigilia te niegas a enfrentar.

—Sí, Majestad —murmuré.

Apoyó su mano en mi mejilla y me obsequió una última sonrisa. No me costó devolvérsela.

—Que Dios te bendiga, querida Risa

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